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    • El vientre de la dictadura

      El ascenso del general Alfredo Stroessner al poder no fue casual ni contingente. Desde el final de la Guerra del Chaco (1932–1935) se gestaron las condiciones necesarias para la instalación de la dictadura y su sostenimiento durante casi 35 años. Los hechos ocurridos a partir de ese momento tienen en común dos elementos: el protagonismo militar y la incipiente influencia del Partido Colorado (ANR, Asociación Nacional Republicana).

      Prestemos atención al desarrollo de diferentes sucesos que toman lugar en el proceso cronológico:

      1936:

      Una vez finalizado el conflicto bélico en torno a la posesión del territorio chaqueño, se produjo en Paraguay la rebelión militar que derrocó, el 17 febrero de 1936, al presidente Eusebio Ayala (liberal) y lo sustituyó por el coronel Rafael Franco. Al mando del Gobierno, el Ejército se autoproclamó «pueblo en armas» y se adjudicó el derecho de ejercer la soberanía nacional.

      Aunque no duró más de dos años, este Gobierno instaló la matriz autoritaria militar que viviría al interior del Estado paraguayo hasta 1989. Decretó, por ejemplo, la prohibición de «toda actividad de carácter político de organizaciones partidistas, sindicales (…) que no emane explícitamente del Estado», y declaró «punibles las actividades comunistas». De esta manera, la política del coronel Franco marcó un cambio radical en la época y legó a los posteriores Gobiernos

      instrumentos jurídicos para la represión política

      Principalmente el Decreto 132 de Defensa de la Paz Pública, por el cual se proclamaba a la «Revolución Libertadora» de febrero y al Estado como un todo indivisible, y el Decreto 5484, por el cual se declaraban punibles las actividades comunistas y se establecían las penas correspondientes.

      .

      Franco fue depuesto a través de un golpe de Estado que resultó en la designación de Félix Paiva como presidente de facto desde agosto de 1937 a octubre de 1939.

      1939:

      En 1939 jefes y oficiales militares impulsaron la candidatura del general José Félix Estigarribia por el Partido Liberal; asumió así por decreto «la plenitud de todos los poderes políticos del gobierno de la República», y en febrero de 1940, unos meses antes de morir, mandó redactar una nueva Constitución.

      Como el Poder Legislativo fue disuelto y la nueva Cámara de Representantes no había llegado a integrarse, los jefes militares eligieron como nuevo presidente al ministro de Guerra, el general Higinio Morínigo, quien impuso una férrea dictadura: proscribió los partidos políticos, disolvió el Partido Liberal, prohibió asambleas y mitines, así como la publicación y difusión de documentos y artículos críticos hacia las autoridades nacionales, por citar algunas de las acciones autoritarias.

      GUERRA CIVIL:

      Con toda esa inercia represiva que venimos describiendo, desde 1940 a 1948 la Policía paraguaya encarceló, confinó a campos de concentración en el Chaco, mantuvo en el exilio o controló las actividades de unas 2800 personas, en su gran mayoría obreros y dirigentes sindicales, además de liberales, comunistas, franquistas, dirigentes estudiantiles, jefes y oficiales militares. Las redadas represivas más importantes se dieron en 1940, 1944, 1947 y 1948.

      Después de la Segunda Guerra Mundial perdió poder el núcleo militar pronazi del Gobierno de Morínigo y se dio una apertura política casi inédita hasta entonces: se levantaron las restricciones a la prensa y a los partidos políticos, y en los meses siguientes retornaron del exilio dirigentes liberales, comunistas y franquistas. Este periodo se conoce en la historia paraguaya como la
      «primavera democrática».

      Partidos de oposición realizaron mitines públicos. Retornaron del exilio Rafael Franco (febrerista), José P. Guggiari (liberal) y Óscar Creydt (comunista).

      .

      La postergación de las elecciones que habían sido programadas para diciembre del 46 y la parcialidad manifiesta de Morínigo hacia los colorados alimentaron una nueva crisis que se desató el 10 de enero de 1947: los franquistas se retiraron del Gobierno. En reunión de altos jefes castrenses, la mayoría militares institucionalistas, se resolvió conformar un gabinete netamente militar que garantice la realización de una elección democrática entre todos los partidos. Sin embargo, Morínigo se alió con los colorados para dar un golpe de Estado el 13 de enero y formó un gabinete con cuatro militares leales y cuatro colorados.

      A partir de ahí, la dictadura inició una nueva ola represiva y fueron detenidos líderes y exministros franquistas, así como varios jefes institucionalistas y dirigentes comunistas que no lograron pasar a la clandestinidad. En respuesta, una guerra civil estalló en marzo de ese mismo año y cinco meses después Morínigo recibió armas del Gobierno argentino al mando del general Perón, con las que equipó a las milicias civiles coloradas conocidas como «guiones rojos» o los pynandi.

      El 80 % del ejército se sumó a la insurrección en conjunto con el Partido Liberal, la Concentración Revolucionaria Franquista y el Partido Comunista. La proclama rebelde exigió libertades amplias y legalidad para todos los partidos políticos, organizaciones obreras y estudiantiles; libertades de prensa y de palabra; constitución de la Junta Electoral Central con representantes de los cuatro partidos y elecciones libres para la Asamblea Nacional Constituyente. Pero fueron derrotados.

      Durante la guerra civil del 47 fueron cometidas innumerables violaciones de los derechos humanos. En la posguerra continuaron los allanamientos ilegales y los apresamientos de opositores, miles de paraguayos marcharon al exilio. En las calles, las milicias parapoliciales —guardia urbana— exigían a los ciudadanos la afiliación a la ANR a cambio de su «libre circulación».

      La culminación de la guerra civil y el derrocamiento de Morínigo por parte de
      un sector de la ANR

      El sector de Juan Natalicio González, denominado Guión Rojo, desplazó primero del Gobierno a los democráticos liderados por Federico Chaves, con quien había compartido el poder, para luego destituir a Morínigo. Este último fue exiliado a Buenos Aires.

      dieron inicio a la hegemonía colorada en el poder. De esta manera, se instauró una dictadura de partido único, aunque sin gobernabilidad: entre 1948 y 1949 se sucedieron
      cuatro presidentes colorados

      Juan Manuel Frutos (3 de junio de 1948 – 15 de agosto de 1948).Juan Natalicio González (15 de agosto de 1948 – 31 de enero de 1949).Raimundo Rolón (31 de enero de 1949 – 27 de febrero de 1949).Felipe Molas López (27 de febrero de 1949 – 14 de mayo de 1949).

      , tres de ellos depuestos por golpes de Estado. En 1949 asumió la presidencia Federico Chaves, quien fue reelecto en 1953 sin participación de la oposición en los comicios.

      Mientras tanto, el protagonismo de Alfredo Stroessner dentro del Ejército creció cada vez más. Este fue designado comandante en jefe de las Fuerzas Armadas en 1951 e, incluso, llegó a ser condecorado por los Gobiernos argentino y brasileño, ambos en puja por la hegemonía sobre Paraguay. Una nueva crisis puso en conflicto el Gobierno de Chaves y terminó con la destitución de este a través de un golpe de Estado liderado por Stroessner, el 4 de mayo de 1954. 

      El Partido Colorado, que para ese entonces se consolidó como la principal fuerza política del país, designó un gobierno provisorio con el arquitecto Tomás Romero Pereira al frente. Este convocó a elecciones para el mes de julio y «propuso» al general Stroessner como candidato del partido. En estos comicios no se permitió la participación de candidaturas de otros partidos; por lo tanto, Stroessner asumió la presidencia, sin competencia alguna, el 15 de agosto de 1954. Bajo esta fachada legal/electoralista, el stronismo dio sus primeros pasos en la construcción de su propio régimen e inició uno de los periodos más oscuros de la historia paraguaya.

      1936 1939 guerra civil Tomás Romero

    • El esqueleto de la perversión

      Un informe de la Liga Internacional de Derechos Humanos definió la esencia de la dictadura: «El régimen de Stroessner no tiene realmente miedo de la subversión. De lo que tiene miedo es de la democracia».

      La dictadura tenía claro que para conservar el poder debía controlarlo todo, que no bastaba con apropiarse del Estado. Su estructura, el esqueleto, de dominación resulta clave para comprender el carácter totalitario del régimen, su capacidad de permanencia en el poder y las continuidades de este en la era democrática.

      A fines de los 50, los militares no podían sostenerse sin un respaldo político y los partidos no podían controlar a los cuarteles. Desde su ascenso a la presidencia en 1954, Stroessner tejió alianzas estratégicas que le permitieron asegurarse la lealtad del Ejército y el sostén político del Partido Colorado. Fue el mediador entre los dos cuerpos: un hombre del partido frente a las Fuerzas Armadas y el representante de estas frente a la ANR. Sumando el control del Ejecutivo, moldeó el esquema de
      «unidad granítica»

      El poder autocrático del caudillo militar «se sustentó en una estructura de dominación jerárquica, vertical y de indiscutible obediencia a su autoridad, basada en una trilogía de connotación fascista y mesiánica por la identificación entre el Gobierno, el partido oficial y las Fuerzas Armadas. El Ejército prestó la garantía de la coacción física legal y el partido de su capacidad de legitimación política y consenso social». Yore, M. (2014). Presidencialismo y transición democrática. El caso paraguayo en los 90. Flacso.

      que lo sostuvo en el poder por 35 años.

      Prebendas y privilegios

      Para mantener la «unidad granítica» fue necesaria la organización de un
      sistema prebendario y de distribución de privilegios

      Como dice Myriam Yore: «Dicho sistema alcanzó a sectores diversos de la sociedad civil y del sector privado; entre los más relevantes, el conglomerado de empresarios y terratenientes vinculados económica e ideológicamente a la oligarquía gobernante, pero también, a importantes segmentos de las capas medias y populares, urbanas y campesinas, que conformaban la base social del régimen».

      entre miembros del Gobierno, el Partido Colorado y las Fuerzas Armadas, consistente en puestos públicos, bienes, acceso a negocios y oportunidades, a cambio de lealtad política.

      Requisito indispensable para acceder a la repartija fue la afiliación al partido de gobierno, en muchos casos como una obligación. La afiliación también fue obligatoria para el acceso a las escuelas militares o colegios policiales, de manera que se partidizaron las fuerzas represivas del Estado. El «éxito» de este mecanismo fue tal que las Fuerzas Armadas se pronunciaron públicamente en apoyo a Stroessner las ocho veces que fue candidato de la ANR para la presidencia de la República. En contrapartida, militares en servicio activo integraron la Junta de Gobierno de la ANR —máximo órgano partidario— y ocuparon importantes ministerios del gabinete presidencial: Defensa, Hacienda y Obras Públicas.

      La afiliación a la ANR también se exigía en la esfera civil para acceder a cualquier cargo en organismos del Estado. Una vez conseguido el puesto, se descontaba un porcentaje del salario del funcionario o la funcionaria para acrecentar los fondos del partido. La partidización trascendía incluso a organizaciones intermedias de la sociedad, como asociaciones de profesionales; para ejemplificar podemos citar al Centro de Ingenieros Colorados, el Centro de Abogados Colorados y el Centro de Economistas Colorados, que servían para vigilar que ninguna persona externa a estos núcleos corporativos pueda acceder a espacios laborales dentro del Estado y mucho menos participar de licitaciones públicas. Mediante todas esas dinámicas el Estado se coloradizó.

      En paralelo, la destrucción de las organizaciones de la sociedad civil y la desarticulación de los partidos políticos de oposición dejó a los individuos aislados e inermes frente a la omnipresencia del Estado autocrático.

      Difusión del mensaje

      Si bien la dictadura se definió como anticomunista, en realidad no tuvo una ideología propia, sino que apeló a elementos presentes en la mentalidad tradicional y autoritaria de la sociedad paraguaya, como el machismo y la intolerancia, mezclados con elementos dispersos de la mitología nacionalista, como el culto oficial a los héroes guerreros, de quienes Stroessner era sucesor y el partido la continuidad del proyecto histórico.

      Una pata del esquema autoritario fue la comunicación masiva del accionar represivo, a través de la cual se transmitían los «valores» del régimen y se difundían las amenazas de castigo a quienes «se desviaban del camino» o se salían del radio de control del Gobierno. Esto se llevó a cabo mediante La voz del coloradismo, un programa que se transmitía en cadena de radiodifusión obligatoria todos los días a las 12:30 y a las 19:30 horas, así como el Diario Patria, vocero del Partido Colorado.

      Los soportes comunicacionales del régimen fueron el eslogan y la arenga, contra los cuales no existía posibilidad alguna de debate argumentativo. La escuela, la familia, los medios de comunicación, hasta la manera de vestir entre hombres y mujeres, todas las dimensiones de la vida social fueron cooptados culturalmente en el afán de aniquilar la capacidad de autonomía y pensamiento propio. El ciudadano modelo era el conservador, desinformado y acrítico, sin derecho a otra cosa que al cumplimiento de las normas impuestas y celosamente vigiladas.

      Muchos de los elementos presentes en este esquema sobreviven a Stroessner y siguen operando, con fachada democrática, en nuestro presente.


    • Los tentáculos del terror

      Las relaciones internacionales sostenidas por la dictadura favorecieron su desarrollo. Estados Unidos y Brasil, con sus grandes tentáculos, fueron aliados estratégicos, en lo político y en lo económico, para el trazado de un mapa de la dominación.

      Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo quedó dividido en dos grandes bloques bajo los liderazgos de Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas potencias sostuvieron durante la segunda mitad del siglo XX una disputa por la hegemonía mundial conocida como Guerra Fría, principal factor externo en el proceso de consolidación y sostenimiento de las dictaduras militares en América del Sur.

      En este marco, la dictadura de Alfredo Stroessner se subordinó a Estados Unidos a cambio de apoyo diplomático, económico y militar, para luego erigirse en una suerte de vanguardia regional anticomunista bajo la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), puesta en práctica mediante el entrenamiento de cuadros del ejército en técnicas de contrainsurgencia: interrogatorios mediante torturas, infiltración, inteligencia, secuestros y desapariciones de opositores políticos, combate militar y guerra psicológica.

      La DSN era una concepción teórica global, desde un ángulo eminentemente castrense, y fue la justificación utilizada por las fuerzas de seguridad —militares, paramilitares, guardia nacional, agentes policiales y parapoliciales— para convertir en enemigo interno a los sectores políticos de oposición y orientar las acciones hacia su eliminación física.

      En el contexto de la represión y la «lucha anticomunista», Estados Unidos otorgó asistencia militar a través de la Agencia de Cooperación Internacional (antecesora de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional – USAID), limitada en un principio, pero multiplicada por diez entre 1962 y 1965. Numerosos asesores norteamericanos militares sirvieron en el Paraguay, entre ellos Robert Thierry, encargado del «refinamiento metodológico» de las técnicas de tortura y el establecimiento de una oficina anticomunista en el Ministerio del Interior.

      Entre 1953 y 1961, la ayuda norteamericana sumada a los préstamos otorgados por instituciones internacionales controladas por ese país, alcanzaron los 53,2 millones de dólares. A partir de la creación de la Alianza para el Progreso por parte del presidente John F. Kennedy, el apoyo económico incrementó. Entre 1962 y 1965, la dictadura paraguaya recibió ayuda directa y préstamos de las agencias internacionales ligadas a EE. UU. por la suma de 80 millones de dólares, aproximadamente.

      El cambio de timón se dio recién en 1977 con la asunción a la presidencia de EE. UU. del demócrata Jimmy Carter, quien inició una activa campaña a favor de los derechos humanos, lo que representó un cambio de paradigma con implicancias en la progresiva caída de las dictaduras militares de la región.

      Marcha hacia el Este

      La política exterior norteamericana no sería suficiente para el establecimiento de la dictadura sin aliados estratégicos con gran poder de influencia en la región, como Argentina y Brasil.

      De 1955 hasta inicios de los 60 los gobiernos militares argentinos mostraron simpatía hacia la oposición paraguaya a Stroessner. Sin embargo, en los años posteriores mostraron un creciente apoyo a la dictadura, cuyo punto más alto de complicidad se alcanzó con la Junta Militar de Gobierno (1976–1983) y la colaboración en el marco del Proceso de Reorganización Nacional y el Operativo Cóndor. Recién a partir de la democratización de Argentina, en 1983, la relación bilateral sufrió cambios en dirección contraria.

      En cambio,
      Brasil apoyó desde un principio

      Según Vuyk (2013), Brasil realizó su primer ejercicio de expansión en la región con Paraguay, proceso que incluyó el fortalecimiento de la cooperación militar, «principalmente en la formación de altos cargos militares paraguayos en la Escuela Superior de Guerra del Brasil —centro de la estrategia de expansión imperialista brasileña—, como el caso del dictador paraguayo Alfredo Stroessner».
      En Subimperialismo brasilero y dependencia paraguaya: análisis de la situación actual. CLACSO.

      al dictador y le otorgó asilo una vez derrocado. En continuidad con la tradición geopolítica según la cual Paraguay y Bolivia representan «los platos de la balanza de la que pende el equilibrio político sudamericano», Brasil buscó contrarrestar la influencia argentina en la región y viceversa.

      Las conexiones militares de Stroessner le facilitaron también relaciones con gobiernos brasileños civiles: el general Amaury Kruel ayudó a organizar en 1964 una reunión entre Stroessner y el presidente João Goulart, en la que se discutió la construcción de una represa hidroeléctrica sobre el río Paraná.

      Brasil financió el estudio de factibilidad de la represa ubicada en el río Acaray (Hernandarias), primera obra hidroeléctrica del Paraguay inaugurada en 1969. Al mismo tiempo, propuso la construcción de una gran represa binacional que aproveche el potencial hidroeléctrico del río Paraná.

      El Tratado de Itaipú firmado en 1973 estableció las bases para la construcción, administración y funcionamiento de la entidad, y representó el pacto entre dictaduras militares a favor de las grandes empresas del Brasil. Su construcción implicó la inundación de los Saltos del Guairá, dando fin a la antigua reivindicación paraguaya sobre este territorio, imposibilitando la disposición de nuestra energía para la venta a precio de mercado a otros países, además del endeudamiento contraído con Brasil que continúa vigente.

      Otras caras de lo que se llamó «La marcha hacia el Este» fueron la integración de redes camineras a través de la construcción de rutas y del Puente de la Amistad, que conecta las ciudades de Foz de Iguazú y Puerto Presidente Stroessner (hoy Ciudad del Este); la migración de paraguayos hacia el este; la expansión de la frontera agrícola y la llegada a esa región de colonos brasileños dedicados al cultivo empresarial de soja y maíz. Se trató de un proceso de desplazamiento demográfico y económico con consecuencias determinantes para la configuración del Paraguay actual.

      A mediados de 1970, Brasil ya había desplazado a Argentina como el principal socio comercial y como la mayor fuente de inversiones del Paraguay. Comparado con periodos anteriores, la influencia brasileña alcanzó su punto más alto durante la dictadura de Stroessner, solo superada por la que ejerció durante la ocupación militar en la Guerra de la Triple Alianza.

      Así, la ubicación geográfica y los recursos del Paraguay siempre despertaron el interés geopolítico de las potencias dominantes. La dictadura aprovechó esta condición para llevar a cabo una agenda de entrega que sirvió en su momento para dinamizar el sector de la construcción, finanzas y servicios con la inyección de capitales extranjeros, logrando de esta manera incorporar a nuevos grupos a los negocios con el Estado y ampliar el consenso político, factor clave para mantener el poder.

      En cuanto a las continuidades de estas relaciones internacionales, el proyecto de desarrollo e integración con Brasil fortaleció la relación de dependencia económica y subordinación política, esquema de poder heredado y sostenido hoy en democracia.


    • La ley de la trampa

      Para justificar su permanencia, la dictadura mantuvo una fachada legalista. Esto le sirvió para enmarcar a los leales, por un lado, y para desprestigiar a la resistencia, por el otro. 

      Antonio Maidana, Alfredo Alcorta y Julio Rojas, fueron dirigentes comunistas encarcelados tras haber apoyado la huelga general de trabajadores de 1958. Fueron remitidos a tribunales recién en 1961 y condenados a dos años de prisión, tiempo ya cumplido entre sus detenciones y las condenas, por lo que debían quedar en inmediata libertad. Sin embargo, no fueron liberados sino hasta 1977, casi veinte años después, debido a una «orden superior».

      Durante la dictadura, el Estado de derecho —entendido como sistema donde la ley rige tanto para gobernados como para gobernantes— no imperó en el país, salvo como apariencia. Este aspecto es fundamental para explicar por qué el régimen fue una dictadura. Así, a través de distintas dinámicas que desplegamos a continuación, la legalidad fraudulenta cumplió una importante función dentro del régimen. 

      Estado de sitio permanente

      Las constituciones de 1940 y 1967 facultaban al Poder Ejecutivo a declarar el estado de sitio sin ningún tipo de control. Con esta base, el Poder Ejecutivo prohibió toda reunión o manifestación de la oposición y decretó detenciones por tiempo indefinido, sin necesidad de justificación alguna, ni de poner a las personas detenidas a disposición de la justicia.

      El estado de sitio era prorrogado cada tres meses y solo se levantaba momentáneamente el día de las elecciones, para volverlo a activar al día siguiente. Este mecanismo fue central para el control político de la sociedad y estuvo vigente durante prácticamente toda la dictadura. Recién en 1987 fue levantado, ante la persistente protesta de los organismos internacionales. 

      El estado de sitio fue el mayor instrumento jurídico de la dictadura, la base que sustentó la más frecuente de las violaciones de derechos humanos: las detenciones arbitrarias. Fue un componente institucionalizado y permanente del mecanismo del Gobierno, que le permitió ejercer poderes discrecionales absolutos, sin consideración alguna de derechos constitucionales.

      Ejecutivo sin control y leyes liberticidas

      El Parlamento y el Poder Judicial carecían de posibilidades reales para controlar la acción del Ejecutivo. Este hecho se constituye en otra pieza fundamental del engranaje de la legalidad fraudulenta del régimen. 

      El Poder Ejecutivo podía disolver por decreto al Parlamento. De hecho, en 1959 el dictador así lo hizo, porque los parlamentarios habían promovido un voto de censura contra el jefe de Policía, tras una dura represión al movimiento estudiantil que protestaba por la suba del pasaje. Los parlamentarios disidentes fueron arrestados, confinados y enviados al destierro. Nunca más el Legislativo volvió a ser independiente y su función controladora desapareció del juego político.

      La Corte Suprema de Justicia también estaba subordinada al Ejecutivo, lo que arrastró consigo a todo el sistema judicial. El Poder Judicial sistemáticamente rechazó todos los habeas corpus presentados por presos políticos.

      La trama judicial se completaba con dos leyes represivas: la 294 de «Defensa de la Democracia» (1955) y la 209 de «Defensa de la Paz Pública y la Libertad de las Personas» (1970) que, contrariamente a sus denominaciones, consagraron el delito de opinión política y se convirtieron en instrumentos para criminalizar a la disidencia.

      Manipulación de la ley

      Otra artimaña de la fachada legalista se escondía en la cuestión electoral. Aun bajo el marco de la Constitución de 1940, el presidente podía ser reelecto solo una vez, pero mediante una Ley de Sucesión Presidencial, el segundo mandato (de 1958 a 1963) fue considerado como el primer periodo, por lo que el tercero (1963/1968) —según la interpretación del régimen— correspondía recién a la reelección.

      Más allá de la manipulación de la interpretación de los periodos presidenciales, lo concreto era que Stroessner ya no podía postularse para el periodo 1968/1973. Una violación flagrante de la prohibición de reelección podía acercar a disidentes colorados, opositores y cuerpo diplomático contra el régimen. Entonces, la dictadura planteó modificar la Constitución, para recomenzar el recuento de los mandatos presidenciales dentro de un nuevo marco jurídico.

      En 1967 se convocó a elecciones para una Convención Nacional Constituyente. Participaron convencionales del Partido Febrerista y del Partido Liberal Radical, lo que fue presentado como una supuesta apertura democrática.  Por otra parte, el Partido Comunista, el Partido Demócrata Cristiano y el Movimiento Popular Colorado (Mopoco) continuaron siendo ilegales, perseguidos y no reconocidos por el régimen. No se levantó el estado de sitio ni se decretó amnistía para exiliados o presos políticos.

      De cualquier forma, no había manera de ganarle a la dictadura. La ley electoral establecía un sistema de representación de «mayoría prima». Este sistema consistía en asegurar dos tercios de las bancas al partido mayoritario (que siempre era el Partido Colorado-ANR). Asimismo, la ley electoral no permitía las alianzas electorales, no daba garantías a las campañas y otorgaba el control de la autoridad electoral al partido mayoritario: los colorados manejaban los padrones, la votación y el escrutinio.

      En las últimas sesiones de la Convención, la «aplanadora colorada» aprobó un artículo que permitía la reelección por un periodo y otro que señalaba que los periodos anteriores no serían tenidos en cuenta. Con la vía libre, el dictador fue «reelecto» como candidato oficialista en los periodos 1968/1973 y 1973/1978.

      Cumplidos sus dos periodos, otra enmienda constitucional fue aprobada en 1977 por una nueva constituyente que duró quince días, integrada exclusivamente por representantes colorados. Esta modificó un solo artículo, que autorizó la reelección presidencial indefinida. Había stronismo aún para rato.

      La ley del mbarete

      Un informe de la Liga Internacional de los Derechos Humanos (LIDH) del año 1981 caracterizaba a la administración de la justicia stronista por la «negación del imperio del derecho» y que coexistían de manera simultánea «dos sistemas de normas imperativas». El primero, integrado por la Constitución, los códigos, las leyes y las normas y los reglamentos que constituyen el régimen legal del país a nivel oficial, mientras que el segundo sistema era un código de normas no escritas que determinaba rangos e influencias dentro de una jerarquía del poder. Este último era conocido como «ley del mbarete» (ley del más fuerte), lo que en la práctica era superior a cualquier norma del derecho positivo, es decir: la verdadera ley.

      Esto generaba un sentido de inmunidad e impunidad para la Policía y cualquier agente del sistema judicial, fiscales o jueces. «No hay funcionario policial que tema un castigo por haber asesinado, torturado o violado algún derecho fundamental, ni fiscal ni juez que experimente la menor sensación de inseguridad por haber subvertido la ley».

      Esta lógica stronista de aparentar legalidad para justificar abusos de poder caló hondo en nuestra sociedad, al igual que la utilización perversa del Poder Judicial por parte de sectores fácticos, políticos o económicos. Revertir estas prácticas, que siguen vigentes, es una de las materias pendientes más importantes de nuestra democracia.

      «No hay funcionario policial que tema un castigo por
      haber asesinado, torturado o violado algún derecho fundamental, ni fiscal ni juez que experimente la menor sensación de inseguridad por haber subvertido la ley.»

      LIDH, 1981


    • Militar, policía, pyrague

      Para asegurar el dominio casi total de la sociedad paraguaya por décadas, la dictadura edificó un aparato represivo que hizo del terrorismo de Estado una práctica permanente.

      La dictadura no creó una fuerza operativa exclusiva ni clandestina para la represión. Fueron las fuerzas y los organismos previstos por el Estado para la seguridad y el orden públicos quienes se encargaron del «trabajo sucio». Los represores actuaron a cara descubierta, cumpliendo al mismo tiempo funciones disuasivas, represivas y aleccionadoras. Llegaron a exponer públicamente a personas torturadas o ejecutadas, para aumentar el terror.

      La estructura logística y operativa de la represión estaba eficazmente coordinada por las distintas unidades militares y policiales en todo el territorio nacional, según las zonas que los casos requerían.

      Existía una cadena de mando centralizada y vertical, asociada al aparato burocrático del Estado, desde la cúspide del comando estratégico hasta la base de la pirámide: el agente policial, el soldado, el miliciano colorado y el informante encubierto o pyrague.

      Las acciones represivas, en su gran mayoría, estaban planificadas con antelación. A su vez, revelaban la existencia de metodologías, patrones de conducta y modus operandi ordenados y cumplidos de manera sistemática.

      Las acciones del aparato represivo se echaban a andar cada vez que fuera necesario y fueron creciendo en cantidad de acciones y sofisticación. Conllevaron un trabajo constante y continuo que dejó huellas profundas de dolor en miles de personas y familias paraguayas.

      Pirámide represiva

      Tres servicios de inteligencia trabajaron de modo coordinado: el G-2 o G II de las Fuerzas Armadas, el Departamento de Investigaciones de la Policía y La Técnica.

      Alineada desde el primer momento a Estados Unidos y a su Doctrina de Seguridad Nacional, la dictadura recibió asesoramiento norteamericano en materia de contrainsurgencia, que derivó en la creación de la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos (DNTA), dependiente del Ministerio del Interior. En un primer periodo, La Técnica ofició como centro de inteligencia para la represión interna.

      La represión a la población civil estuvo principalmente a cargo de la Policía, que ya venía ejerciendo este rol desde Gobiernos colorados anteriores a Stroessner. En 1968, Pastor Coronel asumió la jefatura de la Policía de Investigaciones que pasó a convertirse en la principal fuerza de violencia coercitiva del régimen. Pero, tanto Coronel como el Departamento de Investigaciones, perdieron protagonismo después de que una célula guerrillera internacional atentara contra el exdictador nicaragüense Anastasio Somoza en 1980.

      Entre 1976 y 1980, el Ejército asumió un rol central en la seguridad interna, tanto en el plano estratégico como operacional. En esta época fue más intensa la actividad del G-2, encargado de la inteligencia y la contrainteligencia militar, y coincide también con el epicentro del Operativo Cóndor. En este periodo, tres generales asumieron protagonismo: Benito Guanes Serrano, jefe de Inteligencia Militar, Alejandro Fretes Dávalos, del II Departamento de Inteligencia, y Gerardo Johansen, del Comando de Institutos Militares.

      En la década del 80 hubo un repliegue en cuanto a operaciones directas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas. Estas fueron cumplidas, en cambio, por la Policía junto con los pyrague, quienes, en colaboración con el Grupo de Acción Anticomunista (GAA), actuaron como fuerza de choque contra las manifestaciones de ciudadanos y ciudadanas que se dieron con mayor intensidad en esa década.

      Miliciano, garrotero y pyrague

      Las instituciones policial y militar no lo hubieran logrado solas sin contar con el apoyo de una estructura de masas que colaboró con la represión a una escala total. Los trabajos de inteligencia, contrainteligencia y de operaciones eran realizados por militares y policías. Pero estos contaban con una red de informantes. Asimismo, una vez en el terreno, las operaciones represivas tenían el apoyo logístico y operativo de civiles del Partido Colorado, que actuaban como milicianos, baqueanos y entregadores.

      La figura del pyrague fue central para construir un extenso sistema de control social y político que involucró al propio tejido social. El pyrague era reclutado de las filas del partido, a veces era integrado a la Policía. Actuaba encubierto y estaba infiltrado profundamente en el cuerpo social. Cualquiera podría serlo: la despensera, la vecina, el taxista, el trabajador o la empleada, el diariero, todos eran posibles delatores.

      La cultura de la delación promovida por la dictadura indujo a la exageración para obtener los beneficios y réditos políticos o económicos prometidos, lo que inundó de pistas falsas e inútiles al propio aparato y habilitó el camino para la persecución de inocentes.

      Esta cultura destruyó el tejido social solidario de las comunidades, donde las relaciones de vecindad, el apoyo mutuo o el valor de la vida en común eran fundamentales. La influencia de esta cultura destruyó la confianza dentro de las organizaciones, entre vecinos y de los parientes entre sí.

      Cada funcionario público era una pieza del engranaje represivo. Hasta las embajadas paraguayas en otros países, lejos de cumplir sus funciones consulares, se dedicaban a espiar e informar sobre las actividades de la población paraguaya en el exilio.

      El objetivo principal del aparato represivo fue ejercer violencia contra la población para eliminar la disidencia política y generar conformidad con el régimen. Se buscaba limitar al máximo la posibilidad de que la población se convirtiera en ciudadanía con capacidad de pensamiento crítico propio y, de este modo, se organizara para resistir.

      ¿Qué voz, qué filo, qué violencia henchida
      te alojó en la tormenta desatada
      y te puso en la frente esa ancha herida
      por donde sale a arder tu llamarada?

      Francisco Pérez-Maricevich


    • En contra de la impunidad

      Los derechos de las víctimas a la reparación, posterior a la caída del régimen stronista, no han sido asumidos de manera apropiada y proporcional a la gravedad de las violaciones y al daño sufrido. Centenares de familias paraguayas siguen aguardando que la verdad se haga justicia.

      La Comisión de Verdad y Justicia investigó las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura y tuvo el mandato —establecido por ley— de identificar niveles de responsabilidad institucional, política e individual, con un carácter oficial e histórico, que no reemplaza la obligación del sistema judicial de esclarecer y sancionar penalmente a los represores.

      Responsabilidad institucional

      La principal responsabilidad recae en el Estado en su conjunto, puesto que en él convergen las autoridades e instituciones que ejercen el poder político en la sociedad nacional, en las funciones política-administrativa, legislativa y jurisdiccional. El Estado tiene la obligación de respetar y garantizar todos los derechos de las personas sujetas a su jurisdicción y, en la medida que las tres ramas del poder público participaron de la represión, se incumplió este deber por acción u omisión.

      La responsabilidad institucional del Poder Ejecutivo, en cuanto a la administración pública y personal, política y moral, recae en los ministros, responsables de entes autárquicos y empresas del Estado, así como de funcionarios públicos que sostuvieron y colaboraron con el sistema, en la medida y el grado en que sus actuaciones
      contribuyeron para el mantenimiento del régimen.

      A diferencia de otros países donde se han juzgado a los responsables de las dictaduras, en Paraguay la impunidad sigue reproduciéndose y perpetuándose. Fijate en esta noticia del año 2019:
      https://www.ultimahora.com/condenable-impunidad-judicial-torturadores-del-stronismo-n2821030.html

      Del mismo modo, hay responsabilidad institucional de la Policía de la Capital y las Fuerzas Armadas de la Nación, en cuanto fueron los brazos ejecutores de la represión.

      La CVJ señala que la responsabilidad institucional del Poder Legislativo durante el periodo stronista ha sido también política y moral, de manera pasiva por su silencio, omisión y tolerancia con relación a las violaciones de los derechos humanos cometidas por el Ejecutivo; y de manera activa y directa por la sanción de las leyes liberticidas 294 de «Defensa a la Democracia» y 209 de «Defensa de la Paz Pública y Libertad de las Personas».

      Del mismo modo, se resalta la negativa a reglamentar el estado de sitio, creando con esto el marco legal para la represión y la negación al derecho de la defensa en juicio justo de miles de paraguayos y paraguayas.

      El Poder Judicial tuvo responsabilidad institucional aplicando la ley de manera arbitraria, consagrando la impunidad de los represores y perpetradores del régimen, negando el derecho a la libertad y al debido proceso a miles de compatriotas. Jueces, camaristas y ministros de la Corte son responsables de negar el habeas corpus a favor de personas que estuvieron detenidas por años y décadas, incluso, en completa incomunicación y condiciones inhumanas.

      Responsabilidad granítica del Partido Colorado

      En cuanto a la responsabilidad política, la Comisión de Verdad y Justicia señaló la responsabilidad institucional del Partido Colorado (Asociación Nacional Republicana-ANR) por ser el
      sostén político, patrocinador del régimen en forma oficial,

      El dictador nunca gobernó solo, el Partido Colorado —que sigue en el poder hasta hoy— lo sostuvo en su trono como cara protagónica del terror, hasta que en 1989 una facción del partido, en complicidad con las Fuerzas Militares, decidió deponerlo, imponiendo la renuncia de Stroessner.

      con ocho postulaciones presidenciales, y propiciador de la modificación constitucional para el vitaliciado de Stroessner, así como por apoyar la «unidad granítica» del partido con las Fuerzas Armadas y el único líder. Se exceptúa al Movimiento Popular Colorado (Mopoco) y a la Asociación Nacional Republicana del Exilio y la Resistencia (ANRER), sectores disidentes desde 1959.

      El Partido Colorado tiene también la responsabilidad histórica de haber aportado agentes paraestatales para la violación de los derechos humanos. Existe una clara responsabilidad personal de particulares que actuaron con el apoyo y la tolerancia de agentes del Estado y de su partido, especialmente dirigentes de las seccionales coloradas, milicias, guardias urbanas o militantes y los pyrague que contribuyeron, con o sin uniforme policial o militar, a la violación de la libertad personal, de la seguridad e, incluso, atentando contra el derecho a la vida en muchos casos.

      Hubo responsabilidad institucional de los medios de prensa que durante el periodo 1954–1989 apoyaron al régimen o ejercieron la autocensura, no denunciando los actos de violación de los derechos humanos de la dictadura e impidiendo así que la opinión pública tuviera acceso a la información veraz sobre dichas violaciones.

      En este sentido, una responsabilidad política y moral recae especialmente en la prensa del partido oficialista, por avalar las violaciones de derechos humanos y la represión en general, como fueron el Diario Patria y el programa radial La voz del coloradismo, que se difundía en cadena para todo el país.

      Han sido muy pocos los casos en que la Justicia ha logrado establecer la responsabilidad jurídica de represores y sostenedores del régimen. Las medidas adoptadas por el Estado paraguayo en materia de restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y no repetición de aquella época de terror son insuficientes. En este marco, la verdad y la justicia aún esperan su misión reparadora y reivindicativa en esta historia.

      Y ante un coro de silbidos y de injurias
      entonamos ese ladrido de miedo
      que tanto le agrada (…)
      desagradecidos
      queremos expulsarle:
      con todas nuestras fuerzas le arrojamos
      religiones,
      poesía,
      y nuestros huesos.

      Joaquín Morales, 1985


    • La dignidad del viento

      La tortura en Paraguay fue una forma de gobierno y de establecimiento del orden, una manera de expresar el poder del Estado y de obtener subordinación de la población. La dictadura necesitó de esa violencia para sostenerse 35 años en el poder.

      Carmen Soler lo describió con su vivencia aglutinadora en su poema Entre los cerrados muros: unos minutos antes, uno podía estar caminando, cumpliendo sus tareas, llevando el aire azul contra la cara, y luego, una ráfaga gélida y los torturadores con sus golpes y sus armas querían cerrar la puerta de hierro y así llevarse la luz, pretendiendo con eso borrar la dignidad del viento.

      Cuando una persona caía, empezaba una desesperada carrera por ganar tiempo, una desigual batalla entre los verdugos y la solitaria víctima: ¡ganar la gran batalla del silencio!

      ¡Qué arma poderosa tu silencio!
      Con tu silencio afuera siguen trabajando
      y tú con ellos prosigues la tarea.
      Tu dignidad vuelve a vestirte como un traje;
      Termina la vergüenza de haber sentido miedo.
      Y te miras de nuevo.
      Y te levantas la frente.

      Como lo hizo Idalina Gaona, militante del Partido Comunista Paraguayo (PCP), apresada en la década del 60 y torturada a más no poder. Sus captores querían que delatara a sus compañeros y le ofrecían respiro a cambio de nombres. Idalina, en vez, les dio escupitajos y maldiciones, y les mostró su victoria inquebrantable:

      Los torturadores
      brutales con su miedo,
      ¡totalmente impotentes!

      ¡Qué fuerza tan tremenda
      nuestra fuerza!

      Y así es como descubres
      esa hermosa manera de revivir allí,
      en el calabozo.

      Tus compañeros siguen trabajando.
      Tú estás realizando tu tarea.

      La prisión política y la tortura fueron el engranaje esencial de la dictadura. Se torturaba para obtener información, pero, sobre todo, como lo dijo Celsa Ramírez↱87, con la tortura se buscaba «quebrar a la gente» para doblegar la resistencia.

      Abundan casos que rayan el absurdo. Como el de Gustavo Flores Rojas, detenido en 1987 en Acahay. Le apuntaron con un fusil, le pegaron en la nuca y la cabeza y le dijeron que eso le pasaba porque era comunista. Gustavo, sin embargo, participaba con orgullo de una organización del Partido Liberal, al que pertenecía.

      José Ibarrola, de las Ligas Agrarias Cristianas, detenido en 1976, fue más lejos y cuestionó a su torturador: «¿Por qué ustedes no nos cuentan un poco qué quiere decir ser “comunista”?, porque nosotros no sabemos y no podemos defendernos». La respuesta que recibió fueron más golpes en el oído, en la cara y un rodillazo en la zona del pulmón. «Te vas a ir a pensar bien y después vas a venir a contarme», le dijo su torturador. José retornó a duras penas a su calabozo. Al día siguiente lo llevaron de nuevo y repitieron el procedimiento.

      El régimen buscaba romper la resistencia física y psíquica de la víctima, atacar su identidad, su integridad física y su estructura psíquica; así también, sus valores, su ética, su moral, sus principios y su dignidad. El objetivo era eliminar de la escena política, social y cultural a los adversarios y a los cimientos con los cuales cada individuo iba construyendo su personalidad, tanto individual como política y social.
      Se trataba de destruir a las personas diferentes, cualquier germen de lo colectivo que augurara una nueva sociedad.

      Práctica sistemática

      Una de cada 63 personas adultas que vivieron durante la dictadura fue presa política, y una de cada 67 fue torturada. Casi la totalidad de las personas detenidas sufrió algún tipo de tortura. Empezando por la aparatosidad desplegada en los apresamientos y detenciones.

      Los maltratos y la violencia continuaban en los lugares de reclusión. La gran mayoría de las personas detenidas fueron encerradas en condiciones de extrema insalubridad y hacinamiento. Vivían y dormían sobre el suelo, disponiendo muchas veces del solo espacio de unas baldosas para poder hacerlo, con lo cual no podían siquiera moverse, turnándose para poder dormir acostados.

      Otra práctica común que sufrieron las personas detenidas fue el aislamiento individual extremo. En estos casos, se buscaba la despersonalización de las y los prisioneros, para que pierdan la conciencia de sí mismos, condición que los dejaba totalmente en manos de su victimario. Como contó Ananías Maidana, uno de los presos más antiguos: «El único momento que hablábamos era cuando pasaban la lista, para decir: firme o estamos». O, según testimonio de Severo Acosta, su compañero de calabozo en La Tercera: «Recibí visitas once años después de haber sido detenido».

      Pero lo terrible no terminaba en los golpes ni en las amenazas ni en las persecuciones. La tortura, para muchos sobrevivientes, supuso una vivencia permanente de terror: de volver a recordar y vivir esa experiencia traumática y dolorosa; sobre todo, de volver a ser detenido y pasar nuevamente por aquello. Esto condicionó la vida de las víctimas y, en muchos casos, las secuelas perduran hasta la actualidad.

      Hubo diferentes formas de sobreponerse y sobrevivir a la tortura y las vejaciones. Pero todas demostraron la cobardía y la impotencia del torturador, quien, a pesar de impregnarle fuerza a sus puños y odio a su mirada, no logró romper la dignidad ni del viento, ni de la luz, ni de las mujeres, ni de los hombres que resistieron como semillas entre muros de hierro.

      Una semilla más está plantada
      y siguen flameando las banderas.

      «El objetivo de la tortura no es solamente que les confieses o les confirmes tus datos,
      es quebrar a la gente.»

      Celsa Ramírez Rodas, Asunción, 1975


    • El peligro de ser una mujer desobediente

      La violencia sexual fue la principal tortura que sufrieron las mujeres durante la dictadura. El régimen reafirmó su lógica capitalista y patriarcal al disciplinar los cuerpos de las mujeres que decidieron transgredir los mandatos de la época.

      A J. A. la desnudaron completamente y la patearon; a P. B. le manosearon todo el cuerpo y le dijeron que busque otro marido porque el suyo ya estaba por morirse; a V. G. R. la violaron entre cuatro, la zapatearon y pisotearon; a T. S. M .D. la violaron, le golpearon la cabeza y la quemaron.

      «No te puedo comparar ni con una perra, porque las perras les quieren a sus hijos y vos no les querés, por eso te metés con el Estado y eso hacés en vano», le dijo su torturador a Rumilda Brítez de Rivarola, miembro de las Ligas Agrarias (Potrero Margarita, Caaguazú, 1976).

      Rumilda había cometido un doble delito: ser militante y desobedecer su rol establecido de ama de casa. Como muchas mujeres que pertenecían a organizaciones campesinas, Rumilda fue reprimida durante la dictadura stronista. El principal castigo que recibían las mujeres en ese tiempo era la violencia sexual.

      Los
      abusos sexuales

      Virginie Despentes, en su obra Teoría de King Kong (2006, Random House) refiere que la violación es un programa político preciso. Se trata del esqueleto del capitalismo: la representación cruda y directa del ejercicio del poder.

      se constituyen en dispositivos para desactivar, física y emocionalmente, a las mujeres que se animan, por un lado, a desafiar los mandatos de género, y, por otro, a rebelarse contra un sistema autoritario.

      Cuando las mujeres comenzaron a compartir sus relatos sobre lo vivido durante la dictadura, muchas de ellas lo hacían en calidad de testigos, ya sea como pareja, madre o hija, socializando, más bien, los daños colaterales que habían sufrido. Al indagar profundamente en los testimonios, iban surgiendo sus propias experiencias como víctimas directas de la represión. Las mujeres representaron un potencial peligro para el sistema stronista.

      Según los registros de la CVJ, 2647 mujeres fueron víctimas de tortura↱76. Una de cada cuatro, sufrió violencia sexual. En este punto, además, existe un importante subregistro, por la vergüenza y el estigma con que cargan las víctimas. Con seguridad, casi todas las mujeres torturadas fueron objeto de algún tipo de ultraje sexual. A. C. S., rompiendo el pacto del silencio, confesó (Costa Rosado, Ñeembucú, 1980):

      Después de violarme todo, me dijo: «ahora podés ir a lavarme toda mi ropa, que no se te ocurra contarle a alguien lo que yo te hice o si no te voy a sacar y te voy a reventar», y, bueno, ni a mi marido nunca le conté este mi secreto, por miedo a perderle a mi marido, a mi familia; por eso no te conté al comienzo cuando me preguntaste, pero ahora decidí decirte, para no alcahuetearles.

      La violencia sexual, utilizada como arma de guerra desde el Estado, opera sobre los cuerpos de las mujeres enviando mensajes muy claros: no salgas de tu casa, no hables fuerte, no te intereses en asuntos públicos, no discutas. Como bien explica Rita Segato en La guerra contra las mujeres (2018, Prometeo Libros), el objetivo de la violencia sexual no es solo corregir, sino expresar ante la mirada pública quién ejerce soberanía sobre quién.
      Es un alarde de fuerza y control sobre los cuerpos dominados.

      Para la antropóloga Rita Segato, mediante la violencia sexual el poder se expresa, se exhibe y se consolida ante la mirada pública. Por eso habla de un tipo de violencia expresiva y no instrumental.

      En la mayoría de los casos de abuso, la víctima carga con la culpa, no es de extrañar que muchas de ellas guarden este secreto por años y años.

      Además, el miedo de que vuelva a ocurrir queda latente. Despentes (2006) escribió que la secuela de una violación es «la herida de una guerra que se libra en el silencio y en la oscuridad».

      Este tipo de tortura no solo se ejerció contra mujeres adultas, también hombres, niñas, niños y adolescentes fueron víctimas de abuso sexual. El Estado volvía a expresarse una y otra vez: se meten con nosotros, entonces nos metemos con tus hijas e hijos. El 15,5 % de los niños, niñas y adolescentes que dieron su testimonio en el informe de la CVJ fueron víctimas de violencia sexual, 63,5 % de ellas eran niñas y adolescentes. El promedio de edad era de entre doce y quince años.

      Una cicatriz que grita

      Policías y militares torturaron y abusaron sexualmente de las mujeres, buscando paralizar sus actividades políticas y desarmarlas emocionalmente. Para muchos, no solo se trató de la muestra de lealtad para con el patrón, sino de la consolidación de su poder heteropatriarcal.

      El régimen de Stroessner pretendía reubicar a las mujeres en un lugar biológico, condenarlas a un destino de cuerpo victimizado y sometido, reducirlas a meros objetos sexuales; por eso, no es coincidencia que quienes hayan cometido los abusos hacia ellas sean varones. Este hecho fue doblemente ultrajante para las mujeres, repercutiendo de forma negativa en la percepción y valoración de sí mismas, así como también en su relación con el sexo opuesto.

      En la actualidad, seguimos viendo que quienes lideran los despliegues antimotines en las diferentes marchas, incluso las feministas, son hombres. En las comisarías, quienes recepcionan las denuncias de abuso sexual son hombres. La mayoría de ellos, con una actitud de predisposición a la crueldad o el maltrato, como en aquella época.

      Desde tiempos de la colonia, las mujeres han sido medios de conquista geográfica para los invasores. Pero en este tipo de conflictos más modernos, como lo fueron las dictaduras, no se buscaba una conquista geográfica, sino la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer. La violencia sexual no solo afectó a quienes la sufrieron físicamente, sino que se extendió a sus vínculos afectivos, filiales y comunitarios. Resquebrajó todo el tejido social que albergaba a la víctima.

      María Estela contó que a su compañera la abandonó el marido luego de enterarse de que fue violada; A. C. S. perdió un embarazo y cuando logró concebir de nuevo, su hija nació con dificultades; Sonia Aquino tuvo que dejar la facultad y volver a depender económicamente de sus padres; Luisa Cálcena convive con un problema en el corazón desde entonces; Adoración Ferreira desarrolló un miedo tan grande que no puede ver policías.

      La violencia ejercida por el Estado sobre las mujeres ralentizó los procesos emancipatorios de estas, acrecentando las desigualdades y la falta de oportunidades que ya sufrían por la discriminación de género, realidad con la que hasta el día de hoy se encuentran luchando. Sin embargo, las mujeres han encontrado la fuerza suficiente, a través de la ayuda mutua, para empezar a sanar de forma colectiva y seguir exigiendo sus derechos.

      Y lo repito de nuevo
      para el que quiera entender:
      Son penas muy encimadas
      el ser pobre y ser mujer.

      Carmen Soler, 1970


    • Enemigos desde el vientre

      Como si de una política pública se tratara, el régimen de Alfredo Stroessner violentó y reprimió a niñas, niños y adolescentes, sin ningún tipo de pesar. Antes de que se convirtieran en potenciales peligros para el sistema, las fuerzas públicas torturaron e incluso dejaron morir a hijas e hijos de líderes de la resistencia.

      «Tenía siete años, pero yo me acuerdo todo lo que pasó; cuando yo tenía tres años vino la represión a nuestra familia; recuerdo que tenía cuatro años y me preguntaban por mi padre; tenía ocho años cuando vinieron a la escuela a encerrarnos; tenía dieciséis años y me obligaban a presenciar torturas de noche.»

      Para algunos, haber nacido durante la dictadura stronista significó una condena. El régimen de Alfredo Stroessner no distinguió entre «enemigos» adultos o niños. La violencia ejercida se desplegó con la misma bestialidad contra ambos grupos etarios. Por su condición de vulnerabilidad, las niñas, niños y adolescentes sufrieron más los impactos.

      Derlis Ramírez Villagra nació en prisión, en el campo de concentración de Emboscada. Su madre,
      Celsa Ramírez

      Celsa Ramírez es una destacada música y arpista. Mientras ella era torturada, los policías reproducían la canción India, de José Asunción Flores, para asociarla con la violencia. Sin embargo, para ella representaba un alivio. Aquella canción le transmitía valor para seguir. Para conocer mejor la historia de Celsa, su carrera musical y el rol de la música popular en la resistencia de los torturados, mirá la exposición «El Nuevo Cancionero y la resistencia femenina durante la dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay», por Miguel Antar y Nicolás Ramírez Salaberry.

      , que era una militante comunista, fue detenida cuando tenía cuatro meses de embarazo. Les avisó a los policías, pero a ninguno le importó. Celsa fue sumergida en la pileta de tortura, recibió golpes en los pies, permaneció engrillada, fue privada de una alimentación adecuada y ni siquiera tuvo una cama.

      Para Celsa, fue un milagro que su hijo haya nacido vivo. En el momento del parto la trasladaron al Policlínico Rigoberto Caballero, una dependencia policial. Luego volvió a Emboscada. Derlis no recibió ningún tipo de atención neonatal, las condiciones en las que llegó al mundo fueron insalubres, descuidadas y violentas. La vida adquiría otro sentido tras las rejas y en condiciones de tortura.

      No era cualquier bebé para el sistema. Sus padres eran considerados enemigos del régimen por ser comunistas. El Gobierno los perseguía con el argumento de que estaban en contra del orden y el bien público. Su papá, Derlis Villagra, era secretario general de la Juventud del Partido Comunista Paraguayo y fue desaparecido mientras Derlis estaba naciendo.

      Hijas e hijos de militantes de organizaciones políticas, gremiales, campesinas o civiles, como también adolescentes que integraban estos espacios, sufrieron la persecución y represión al mismo nivel que sus progenitores. El 88 % de los chicos y chicas torturados formaban parte de alguna organización o sus padres estaban vinculados a estas.

      «Es como que no había que tener ternura hacia una criatura por ser hijo de comunistas», reflexiona Derlis. Recuerda una anécdota sobre el momento de su nacimiento que le compartió su madre: una enfermera afirmó que era una linda criatura, a lo que otra respondió que con esa gente no había que tener amabilidad, porque era hijo de comunistas y podía hacer «la misma cochinada que sus padres».

      Los niños capturados eran utilizados como señuelos para poder atraer a sus padres o tíos, obtener información sobre estos, realizar trabajos forzados para el beneficio de sus captores y ser un medio más para que las fuerzas públicas desplieguen sus mecanismos de control.

      Las niñas que eran detenidas junto a sus madres o que habían nacido en circunstancias de reclusión, compartían el mismo espacio que los adultos. No existía una consideración a su edad ni a sus necesidades específicas. Las condiciones de hacinamiento, privación de alimento y agua potable, entre otros tipos de torturas, influyeron en su desarrollo y evolución a nivel cognitivo, de habilidades psicomotoras y de lenguaje.

      Las madres se aferraban a sus recién nacidos y a sus hijos pequeños. Entre ellas practicaban la solidaridad, generando una especie de maternidad compartida. Lo único que no les faltó a los niños y niñas fue la atención y el amor de los cientos de «tíos» y «tías» que también estaban recluidos en Emboscada.

      En aquel ambiente de adversidad, los chicos aprendieron a hablar, caminar y socializar. Como Derlis, quien, en su inocencia, buscaba generar un sentimiento de pertenencia. Cuando llamaban la lista de los presos, él también quería que dijeran su nombre. «Me ponían siempre al final de la fila y otros presos le decían al policía que me llame al tomar lista; entonces, el policía decía Derlis Miguel, y ahí decía ‘yo tetente’».

      Pero no todas las víctimas permanecieron con sus madres. Muy a su pesar, las mamás decidían buscar familiares con quienes sus pequeños pudieran vivir en mejores condiciones, provocando una separación forzosa de meses o, incluso, de años. Algunos tampoco tuvieron la posibilidad de conocer a sus padres, desaparecidos y muertos por el régimen. La dictadura truncó no solo una o dos vidas, sino proyectos de vida en conjunto.

      Derlis, que conoció la historia de su padre, Derlis Villagra, a través de relatos y anécdotas de compañeros de militancia, fue parte del equipo que elaboró el Informe de la Comisión de Verdad y Justicia. Sigue con la esperanza de que encuentren los restos de su padre.

      Infancias conscientes y molestas

      La mayoría de las niñas, niños y adolescentes víctimas de la dictadura pertenecían a las Ligas Agrarias Cristianas↱125. En esta organización, desde temprana edad las personas ya contaban con una participación activa. El 44,5 % de las víctimas señaló ser miembro en el momento en que sucedió la violación de sus derechos humanos.

      El sistema opresivo no fue un impedimento para que las y los adolescentes puedan desarrollar una visión crítica de la realidad que estaban viviendo, asuman roles protagónicos en sus comunidades y se empoderen como sujetos de derechos, principalmente en los departamentos en donde estaban presentes las Ligas Agrarias Cristianas.

      Norma Cecilia Franco de Vera (San Pedro, 1975) contó:

      Las criaturas tenían una niñez sana, yo tenía nueve años, sabía todos los movimientos de la familia, los amigos, lo que ellos hacían; iba a la escuela, los chicos de mi edad trabajábamos en la huerta, teníamos una hora para la huerta, una hora para estudiar, una hora para jugar y sin problemas.

      Ante niñas, niños y adolescentes empoderados, el Gobierno respondió con represión. La persecución política contra los chicos se dio en mayor medida en los departamentos de Caaguazú, Paraguarí, Misiones y Asunción. El régimen destruyó todo intento alternativo de crianza y educación. «Si las escuelitas campesinas↱122 hubieran progresado, la historia hoy en día sería distinta», mencionaron en la Audiencia Pública sobre Dictadura y Educación (2006).

      Yo quiero un mundo,
      un mundo nuevo,
      para vos…
      Pequeño Adrián, tu historia siempre irá conmigo.

      Alberto Rodas, 1986


    • Cazadores de niñas

      La historia de Julia Osorio es una de las pocas que salió a luz para denunciar las circunstancias de esclavitud sexual en las que vivieron niñas y niños durante el régimen stronista. Julia se armó de coraje para desenterrar su pasado, porque, a pesar del dolor, considera que la juventud tiene que saber lo que pasó durante la dictadura.

      «Cuando cumplí quince años, me dijo que ya no era de agrado y me largó cerca de mi casa donde vivía mi familia», así terminaba el cautiverio de Julia Ozorio, una de las niñas secuestradas durante dos años para ser esclavizada con fines sexuales por coroneles, soldaditos y el propio Alfredo Stroessner.

      Julia nunca entendió el porqué. Ella no sabía de ideologías, de regímenes o resistencias. Vivía en Nueva Italia junto a su familia, quienes se dedicaban a las labores del campo.

      Recuerda muy bien el día: 4 de abril de 1968. El coronel Pedro Julián Miers llegó a su casa junto con dos soldados. Tenía claro lo que estaba buscando: niñas vírgenes. Apenas identificó a Julia, le dijo a su madre
      «a esta nena más chica me la voy a llevar y usted no va a hacer nada».

      Existían, al menos, cinco lugares que fueron escenario de las fiestas sexuales de Stroessner y sus jerarcas: la quinta de Miers, en Laurelty; la casa de Popol Perrier en Sajonia y una quinta, también de Popol, en Itá Enramada; la Villa Popol, en Caacupé, y la quinta del coronel Feliciano Manito Duarte, en Cabañas, Caacupé. Boccia, F. y Colmán, A. (5 de junio de 2016).
      Un tour por los cinco lugares donde se consumó la pedofilia dictatorial. Última Hora.

      Julia tenía trece años.

      El coronel Miers la llevó a su fábrica clandestina, en Laurelty (San Lorenzo), que era uno de los cinco sitios donde se consumaban los actos de pedofilia y esclavitud sexual en contra de las niñas. Porque Julia no era la única menor de edad que se encontraba ahí. Estos lugares se constituían en verdaderos harenes de los altos jefes.

      «Me sentía como un animalito. Yo intenté escaparme una vez, y me dijo: ‘pulguita, no intentes escapar porque este lugar no tiene salida’». Miers empezó a llamarla pulguita, por su tamaño. El trato que empezaron a darle ahí era deshumanizante.

      En Laurelty había cuatro dormitorios, que en realidad funcionaban como celdas para las niñas. El coronel Miers visitaba esa finca dos veces por mes. En varias ocasiones, llevaba a Julia a otros sitios donde los soldados se juntaban a hacer juergas y orgías.

      «No podía escapar nadie de acá, porque estaba custodiado completamente por soldados. Y Miers tenía otros lugares en Barrio Obrero. Una señora le juntaba a nenas de todas partes para traerle».

      Recuerda que la desnudaban y la hacían caminar entre los militares. Miers buscaba probar la masculinidad de sus reclutas. Los incitaba a que la toquen y comprueben por ellos mismos que la niña «ya era una mujer».

      «… me ponía pistola sobre mis sienes y me decía: ‘no soporto a las nenas lloronas’, porque lloré tanto porque me dolió todo lo que me hizo, y después me dice el coronel ‘ni el llanto de mi madre me conmueve y menos el llanto de una pulguita como vos’».

      Según Julia, en Nueva Italia se sabía que el coronel Miers se dedicaba a buscar niñas vírgenes. Pero no era el único, existía una red que se dedicaba a lo mismo. Eran cazadores de niñas. A cambio, obtenían alguna paga o les hacían figurar como funcionarios públicos para cobrar después, formando parte del sistema clientelar del Estado.

      Ante esa realidad, las familias no podían hacer mucho. La mayoría de ellas estaba bajo amenaza constante. Para Julia representó una grieta muy grande el hecho de no saber nada de su familia durante ese tiempo. La obligaron a vivir en un régimen de incomunicación y condiciones de vida militarizadas. No pudo estudiar, ni tener relaciones sociales, ni amigas, y perdió todo contacto con su familia.

      Las niñas que se encontraban en esa situación, además, eran forzadas a realizar tareas domésticas dentro del lugar de reclusión. Ellas tuvieron que asumir roles de personas adultas, aprender a cuidarse solas, a guardarse sus miedos y convivir con sus agresores. Sobrevivían en un escenario de servidumbre, sometimiento y esclavitud sexual.

      El 36,7 % de los niños, niñas y adolescentes que sufrieron violencia sexual fueron violadas sexualmente, de los cuales el 72,2 % fueron niñas y adolescentes mujeres. La mayoría de esas niñas fue violada por un agresor y en algunos casos por varias personas, todas ellas agentes del Estado.

      Para el coronel Miers, Julia era de su propiedad. La sacaba de su reclusión para exhibirla en eventos sociales, como inauguraciones oficiales, paradas militares o reuniones de alto nivel del régimen, incluso llegó a participar en actividades en donde se encontraba el propio Alfredo Stroessner.

      «Me vas a acompañar, no tenés nada que opinar acá porque o si no voy a matar a toda tu familia», la amenazaba Miers. Vestida de para para’i, Julia llegó a acompañarlo a Curuguaty, Concepción, Cerro Corá y a Puerto Presidente Stroessner. Detalla que una sola vez llegó a comprarle ropa, porque iba a presentarle al dictador.

      El relato de Julia Ozorio fue corroborado por el general Marino González, quien en esa época se desempeñaba como capitán y estuvo presente en la fábrica de Laurelty, donde pudo conocer a la niña y las circunstancias indignas en las cuales se encontraba. González intentó gestionar alguna salida para ella informando a su superior, el general Andrés Rodríguez, sobre la situación que había visto. La respuesta que recibió fue: «son órdenes de Stroessner. Es una costumbre suya».

      «Entre cuatro paredes con mi tristeza»

      A Julia la soltaron cuando cumplió quince años. Ya era «mayor» para los abusadores. Después de tanto tiempo encerrada, de abandono y atropellos a su integridad física y mental, volver ya no se constituía en una salida real. Perdió la confianza en su familia, en su hogar, en su país.

      «Yo me siento durante treinta y un poco de años entre cuatro paredes con mi tristeza, eso ya nadie me va a devolver más, me sentía anulada, no podía contar por qué me fui de esta tierra y de mucha gente», explica.

      No fue fácil rehacer su vida, sentía que ya no le pertenecía. Más aún porque Julia quedó embarazada, fruto de una violación. Afrontar esa situación implicó muchos dilemas y contradicciones para ella. En un primer momento, sentimientos de rechazo y negación, hasta que de a poco fue acercándose a su hijo, a quien finalmente terminó aceptando, abrazando, y hoy es su principal compañero.

      La historia de Julia no difiere mucho de la realidad de las 650 niñas, entre los diez y catorce años, que, según datos del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia (2020), son obligadas a parir en la actualidad en nuestro país. Quizás la práctica de secuestrar niñas por parte de agentes del Estado parezca distante, pero ha persistido el contexto de abandono y la violencia sistemática en los cuales sobreviven las infancias.

      «Nuestra tierra no tiene la culpa, el suelo es mudo y tiene mi perdón, pero nunca voy a vender mi dolor, tenemos que saber sobre la dictadura, tenemos que volver a ser dueños de nuestro país.»

      Julia Ozorio


    • Ellas también gritaron

      Estudiantes, campesinas, intelectuales, poetas, madres, sindicalistas y artistas: muchas mujeres, desde diversas áreas, se animaron a poner el cuerpo y a organizarse en contra del régimen stronista. A pesar de que quisieron vetarlas del espacio público, ellas demostraron otras formas de hacer política.

      Guillermina Kanonnikoff tenía veintiún años y soñaba con una sociedad libre, donde los jóvenes tuvieran capacidad crítica para cuestionar su realidad y transformarla. Estaba casada con Mario Schaerer Prono, con quien compartía ideales e integraba la Organización Político Militar (OPM), un intento de articulación de una guerrilla de tipo urbano. Guillermina explica en el archivo audiovisual del MEVESpy:

      La idea era ir formando un movimiento popular a través del cual pudiéramos crear la conciencia necesaria para ir de a poco teniendo una masa crítica que pudiera hacerle frente a una dictadura. Eso era lo que queríamos, que la gente pensara acerca de qué era lo que estaba ocurriendo, por qué vivíamos así, por qué un gobierno se sucedía a otro y siempre el mismo dictador, por qué las elecciones se ganaban por 94 %. Por supuesto, esas fuerzas tenían que ser clandestinas.

      Los integrantes de la OPM lograron pasar inadvertidos para la policía stronista durante algún tiempo; sin embargo, apenas los notaron, desplegó toda su fuerza para reprimirlos. Guillermina estaba embarazada cuando los agarraron y fue la última vez que vio a su marido con vida. Estuvo presa en el Departamento de Identificaciones y luego fue trasladada al penal de Emboscada, donde permaneció con su bebé en condiciones de hacinamiento, poco higiénicas y casi nula atención médica.

      Guillermina sobrevivió a la dictadura para contar las torturas, pero también las resistencias. Porque a pesar de la invisibilización que sufrieron las mujeres en los espacios públicos de la época, ocuparon un rol activo, resistiendo desde diversas formas, ya sea a través de la palabra y el arte, o en organizaciones sociales campesinas, sindicales y estudiantiles. Muchas pusieron el cuerpo para hacer frente al régimen. Sin dejar de lado que también eran quienes se ocupaban de las tareas de cuidado en el hogar, asumiendo, así, ambas responsabilidades.

      Si bien la participación femenina era bastante reducida en comparación a la de los varones, ellas compartían el compromiso de lograr mejores condiciones de vida y una sociedad más igualitaria; por ello, los roles establecidos que tenían que cumplir como esposas, madres o hijas, no fueron impedimento para organizarse y militar en grupos políticos.

      Desde el año 1975, se registró un mayor número de mujeres militantes, lo que a su vez implicó el aumento de la represión dirigida hacia ellas. Las mujeres activaron principalmente en movimientos campesinos (25 %), también en sindicatos (13 %) y, por último, en partidos políticos, grupos armados y movimientos estudiantiles (9 %).

      Sonia Aquino, integrante de la organización de investigación Banco Paraguayo de Datos (Asunción, 1983), expresó:

      … en ese momento en que somos detenidas estábamos tratando de conformar un movimiento feminista, estábamos discutiendo con diversos grupos de mujeres, mujeres del sector obrero, del sector estudiantil, del sector intelectual, del sector campesino, sobre la conveniencia, si se veía importante, de conformar un movimiento feminista en el país.

      Una política de los cuidados

      Para las campesinas, quienes en porcentaje representaban la mayor cantidad de mujeres militantes, el compromiso social se expresaba en una gestión más comunitaria de la vida, buscando desarrollar en sus territorios otras formas de hacer política, relacionadas al cuidado de los niños y niñas, la tierra y la vida en general. Porfiria Sánchez de Maidana (Misiones, 1976), contó:

      Las actividades que llevaron a cabo las lideresas del campo iban desde reuniones y manifestaciones, trabajos cooperativos como la siembra de cultivo y distribución entre varias familias, hasta tareas de educación que se agruparon en el desarrollo de lo que llamaron la Escuelita Campesina, donde formaban a los niños y a las niñas de una manera más horizontal y colectiva. (…) Sí, participaba en las Ligas Agrarias, en aquel tiempo una organización campesina, y yo era una de las pytyvõhára (maestra de la escuelita campesina) con 78 alumnos, yo manejaba la educación de los niños.

      Las Ligas Agrarias Cristianas↱125, la organización que más mujeres agrupó, sobre todo en el interior del país, como en Caaguazú, Misiones y Paraguarí, fue también la que mayor represión sufrió. La brutalidad con la que las fuerzas públicas torturaron a estas mujeres es directamente proporcional a la potencia organizacional que ellas representaban. Para el régimen era una amenaza que ellas desarrollen otros modos de gestionar la vida. Fueron acusadas de comunistas o guerrilleras, para justificar la represión.

      Según los registros, 2832 mujeres sufrieron violaciones de sus derechos a través de detenciones arbitrarias, privaciones ilegales de la libertad, torturas y otros tratos o penas crueles, inhumanas y degradantes. En el caso de las comunidades campesinas, muchas fueron sitiadas por militares o policías, quienes no solo torturaban a las que consideraban subversivas, sino que destrozaban el territorio entero, dejando sin hogares, escuelas y alimentos a todos los habitantes.

      Más allá de las represiones y la falta de reconocimiento al trabajo de las mujeres, aquella forma de hacer política ha persistido hasta el día de hoy en diferentes comunidades. Tanto en el campo como en la ciudad, las mujeres han generado espacios de construcción colectiva, muy a pesar de las limitaciones y la incapacidad de un Estado que históricamente estuvo ajeno a sus realidades.

      Muchas mujeres, además, cargaron con el peso de reconstruir sus hogares y mantener a sus familias luego de la desaparición o ejecución de sus compañeros, lo que también exhibe su capacidad de resistencia y resiliencia ante la violencia institucional.

      Mañana, gritará la sangre:
      ¡Viva la libertad! ¡Muera el tirano!,
      ¡y el pueblo responderá!

      Carmen Soler (1924–1985)


    • ¿Puede el paraguayo ser un 108?

      Un amoral, un desviado, una lacra, un depravado, un problema para la familia y la sociedad en su conjunto. El dispositivo de control de la dictadura funcionó de manera tan eficiente contra las disidencias sexuales que todavía persiste el temor y la sospecha hacia quienes pertenecen a la población LGTBIQ+.

      En la dictadura de Alfredo Stroessner existía un modo oficialista de ser paraguayo: varón, heterosexual, cis y colorado. Toda persona que no encajaba en esas características era reprimida y excluida. La violencia empezaba por las fuerzas públicas, pero se reproducía por medio de la sociedad misma.

      El régimen totalitario ejerció su dominio sobre el conjunto de la población paraguaya, tanto en el ámbito público y mediático como en el privado. No bastaba con controlar lo que pasaba en las instituciones públicas, en los partidos políticos, en las calles, en el plano de los discursos culturales, sino también se intervenía en la manera en que las personas decidían vivir su intimidad.

      El carácter homogeneizador del régimen obligó a las personas disidentes sexuales a vivir en silencio, mimetizadas, de manera clandestina. La vida social se reducía a grupos pequeños de amigos y a ciertas reuniones sociales de forma oculta o disfrazada. El hecho de no ser reconocidos o, lo que es peor, de ser señalados como un problema, imposibilitaba la organización y el reclamo de sus derechos.

      La estrategia articulada: entre represión policial y persecución mediática

      La persecución pública hacia los varones gais inició en 1959, con la muerte del locutor y bailarín Bernardo Aranda. El 1 de septiembre, de ese año, fue encontrado sin vida en la habitación donde residía, totalmente incinerado. Aranda tenía veinticinco años, era uno de los principales conductores de la Radio Comuneros.

      La Policía convirtió el caso de Bernardo Aranda en la excusa para señalar, perseguir y reprimir a la disidencia sexual. No tenían claras las condiciones de la muerte, pero creían que Aranda era homosexual y, por ende, sostenían que se trataba de un
      crimen pasional

      A pesar de que no involucraron a las mujeres en este caso específico, en la investigación «Género y dictadura en Paraguay. Los primeros años del stronismo: El caso de los 108», de Aníbal Orué Pozzo, Florencia Falabella y Ramón Fogel (2016), se detalla que en un principio se presumía que la autora indirecta del asesinato podría haber sido una mujer. El 9 de septiembre, El País publicó una nota en donde se declaró lo siguiente: «Los primeros indicios policiales indican que existiría un grupo de mujeres que tenían celos —algunas morbosas— por el extinto».

      . Todo hombre que, para el régimen, portaba las «características de un homosexual», podía ser sospechoso.

      Las redadas contra varones considerados homosexuales iniciaron inmediatamente desde el 2 de septiembre. Sin embargo, los diarios nacionales como El País comunicaban otra cosa: «Hasta ahora no se ha practicado ninguna detención preventiva». En comparación con operativos anteriores, la Policía decidió mantener reservado su actuar para no alertar a los sospechosos, y así evitar que huyan a otro sitio.

      Los principales diarios oficialistas de la época fueron claves para instalar y reforzar el discurso contra las personas LGtBIQ+, especialmente hacia los gais. El 9 de septiembre, se publicó por primera vez que unas cuatro docenas de jóvenes y adultos de «dudosa conducta moral» fueron detenidas para ser interrogadas.

      En esos días de redadas, interrogatorios e imputaciones arbitrarias, es que aparece el
      número/palabra 108

      «No soy gay, soy un 108». Para el investigador y activista Erwing Szokol se hace ineludible formular en positivo y reivindicar la expresión 108 como símbolo de resistencia y orgullo. Reconocer a las víctimas y rescatar el valor de una dignidad arrebatada y castigada por la tiranía. Szokol, E. (2013). 108 ciento ocho. Arandurã.
      https://www.youtube.com/watch?v=y7LGgl4RgyU

      , para nombrar al enemigo de las buenas costumbres y de la familia tradicional. El objetivo de la Policía se había corrido: de encontrar al culpable de un homicidio, ahora se trataba de castigar y corregir a quienes atentaban contra los «valores» de la sociedad paraguaya.
      La prensa instaló la
      hipótesis de que existía una secta de amorales

      El discurso que tilda a la comunidad LGTBIQ+ de «enemiga de las buenas costumbres y la familia tradicional» ha permanecido en la sociedad paraguaya. La única diferencia es que va mutando de forma y de nombre. Una de las configuraciones que tomó el discurso, impulsada por grupos autodenominados provida y profamilia, es la llamada «ideología de género», que supuestamente busca destruir a las familias y pervertir a los niños, niñas y adolescentes. La teoría tiene adeptos en diferentes instituciones del Estado, como el Ministerio de Educación y el de Niñez y Adolescencia. Así como en la dictadura, bajo ese argumento, se toman decisiones tan importantes como legislar, dictar resoluciones y perseguir a quienes no caben en esa norma.

      que se dedicaba a «captar jóvenes incautos para pervertirlos e introducirlos también a sus centros de depravación». Según un artículo de la época, quien intentara zafarse de aquellas agrupaciones corría el riesgo de terminar como Aranda. Solicitaban la ayuda de la sociedad asuncena para «extirpar esta lacra desde la raíz».

      El 23 de septiembre, el diario El País publicó:

      La sociedad junto con la prensa, deben afrontar conjuntamente el problema con suficiente interés y fuerza para hacer que los hombres de esta logia aparezcan en la escena pública, para que ese mismo pueblo conozca a los culpables de la depravación de menores. Tiene que haber una dosis de fuerza moral capaz de sobrellevar los peligros del momento para así destruir y liquidar a los círculos viciosos como éste, cuyos
      integrantes son delincuentes.

      Una carta anónima y reivindicativa fue publicada en el diario El País el 30 de septiembre de 1959, en el contexto de la persecución originada con el caso Aranda. Su publicación, en pleno momento dictatorial, constituye un hito fundacional para la lucha por los derechos LGTBIQ+ en Paraguay.
      https://www.codehupy.org.py/wp-content/uploads/2023/01/carta-de-un-amoral.jpg

      Otra campaña de odio

      En 1982, ocurre el otro caso emblemático que da inicio a una nueva persecución sistemática hacia homosexuales. El 28 de marzo, en la sexta compañía Maramburé, de la urbanización Lapachal, de la ciudad de Luque, fue encontrado el cuerpo sin vida de Mario Luis Palmieri de Finis. Tenía catorce años.

      Basados nuevamente en la presunción de que el autor material del hecho era homosexual, la Policía realizó grandes despliegues para capturar a la mayor cantidad de homosexuales posible. Manejaban una lista de 600 varones gais, muchos de los cuales fueron seleccionados para su detención.
      Las víctimas fueron aprehendidas sin orden judicial ni explicación, más que el hecho de tener «relación con el mundo de la homosexualidad», según los informes oficiales de la época. Allí adentro sufrieron, además de tortura física y psicológica, humillaciones y tratos degradantes. Muchos permanecieron encerrados más de un mes.

      En la carpeta judicial del caso Palmieri, con fecha 6 de abril, de la Oficina de Relaciones Públicas del Departamento de Investigaciones, un documento asegura que existen pruebas para señalar a un autor material del secuestro y homicidio del adolescente. También afirma que tan solo cuatro personas fueron detenidas por el mismo hecho. Sin embargo, las nóminas de recluidos en dependencias policiales mostraban lo contrario: hombres gais continuaban siendo privados de libertad. En el expediente judicial no se menciona nada relacionado al actuar de la Policía.
      La intención real de las fuerzas públicas quedaba al descubierto una vez más: las personas que fueron detenidas por supuesta vinculación con el caso Palmieri no fueron sometidas a interrogatorio con respecto a lo ocurrido, sino que fueron obligadas a declarar los nombres de otros homosexuales que aún no se encontraban detenidos.

      Los familiares y allegados al principal sospechoso sí fueron interrogados de forma rigurosa, buscando recabar información que lo vincule con la muerte de Palmieri. A través de los testimonios y documentos, la policía desarrolló un informe en el que detallaba los antecedentes de la supuesta homosexualidad de este. Su conducta sexual fue esencial para seguir con las pesquisas.

      Aquel informe demostró que nunca hubo un nexo real entre los detenidos y la muerte de Palmieri. Si el presunto culpable o las demás víctimas de detención arbitraria no hubieran tenido supuestos antecedentes homosexuales, la historia hubiera sido otra.

      Los moralistas del país están errados porque en esta materia no existe moral colectiva (…)
      Si ustedes persisten en el error perderán el tiempo
      y nosotros no perderemos nada.

      Carta de un amoral, 1959


    • Qué cosa más extraña
      estar vivo

      bajo el árbol oscuro de la distancia.

      Rubén Bareiro Saguier, 1977

      Un puñado de tierra en la memoria

      Cruzar la frontera y conocer nuevas culturas, sin duda, puede ser un empuje motivador para la aventura y el descubrimiento. Pero en el caso de los que se vieron obligados a hacerlo en un contexto de represión y dictadura, aquello se convirtió en un prolongado drama: el exilio.

      En Paraguay, este destino obligado se instaló profusamente en los años previos a la ascensión de Stroessner al poder, teniendo su punto más dramático en la posguerra civil del 47, cuando una gran cantidad de adherentes al bando derrotado (entre políticos, militares y combatientes civiles) cruzaron las fronteras de tierra y agua para salvarse de las razias de milicianos colorados. En algunos casos, para salvarse de la muerte. El poeta Hérib Campos Cervera fue uno de ellos, quien, al igual que otros, ya tenía experiencia en el destierro. Entre sus poemas, uno de los que mejor encarna esta experiencia es Un puñado de tierra:

      (…) y quise la madera de tu pecho.
      Eso quise de Ti
      Patria de mi alegría y de mi duelo:
      eso quise de Ti.

      Como todas las violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura, el exilio fue una herramienta más (¿un arma?) del régimen para mantenerse en el poder. Siguiendo la maliciosa premisa del «enemigo interno», el objetivo era anular al adversario: aislarlo, en el caso de las detenciones; quebrarlo y humillarlo, en el caso de las torturas; eliminarlo físicamente, en el caso de las ejecuciones y las desapariciones; o mantenerlo lejos de las posibilidades de intervención directa en la resistencia y oposición dentro del territorio oprimido, en el caso del exilio. Como lo notó Campos Cervera, partir con un puñado de tierra en la memoria era como llevar entre los labios la sonrisa y la sangre de sus muertos.

      Con el exilio se desatan una cadena de afecciones que inician con la víctima y puede extenderse por las generaciones que le suceden, tanto a ella como a sus vínculos. El exilio por razones políticas separa violentamente a la persona de su medio sociocultural y económico, disgrega a la familia y altera el normal desarrollo de la vida de las personas, afectando sus raíces culturales, sus relaciones sociales, incluso sus creencias religiosas.

      Llegando al extremo de la negación del derecho a enterrar a sus muertos en su tierra. Es vivir desnudo y desolado sobre un acantilado de recuerdos, perdido entre recodos de tinieblas.

      En términos sociales, el exilio de una porción importante de la población representa una pérdida de capacidad laboral, intelectual y de ciudadanía comprometida políticamente, que produce un vaciamiento de las estructuras de funcionamiento de un país en todos sus órdenes e
      interrumpe su normal desarrollo generacional.

      Sobre la violencia que impedía «hablar de igual a igual» y expulsaba a los y las artistas e intelectuales fuera del país, Augusto Roa Bastos decía, desde el exilio, que «la represión tiene el gesto rápido, el gesto pronto… estando en Paraguay no me dejarían expresarme de esta manera».

      El destierro afectó a sectores políticos, sindicales, religiosos, a intelectuales y a artistas.

      La complejidad de aristas que implicó el exilio durante la dictadura no hace que esta experiencia haya sido más o menos traumática que las demás violaciones de los derechos humanos. La marca sí, en su particularidad de contradicciones y desarrollo. Inicialmente, las víctimas de exilio lo tomaron como una oportunidad para salvar sus vidas. La autopercepción como exiliados no se constituyó hasta mucho tiempo después, cuando se consolidó su situación y fueron manifiestas las consecuencias. Antes de que esto ocurra, era común que se considerasen a sí mismos como escapados de la dictadura.


      Sueño de volver

      Pero así, caminando, bajo nubes distintas:
      sobre los fabricados perfiles de otros pueblos,
      de golpe, te recobro.

      El exilio generó cuatro categorías de personas de acuerdo a sus condiciones legales y al tipo de inserción en el país de acogida: el asilado político, el refugiado, el migrante legal y el migrante ilegal. Estas cuatro situaciones no dependieron tanto del tipo de persecución sino de las condiciones de reconocimiento.

      La modalidad más frecuente de exilio no tuvo ningún amparo legal y dejó a los exiliados paraguayos en situación de ilegalidad en los países de residencia que, por falta de expulsión formal, no los acogían como refugiados o asilados.

      Solo una pequeña parte de los exiliados paraguayos acudieron a los organismos de protección, como al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La mayoría no se presentó como perseguida política. Sin embargo, sufrió las consecuencias de tal situación, ya que las condiciones de emergencia de la huida del país impidieron tomar las medidas necesarias para una emigración planeada y ordenada.

      La CVJ estima que, entre afectados directos e indirectos, el régimen produjo un total de 20 820 personas víctimas de exilio durante su dictadura.
      Los picos más importantes de exilio, por su masividad, se dieron en los periodos 1958–1959 y 1975–1976, en coincidencia con la emergencia y accionar de las guerrillas Movimiento 14 de Mayo y FULNA, para el primero; y OPM, PORA y ERP, para el segundo, así como por la represión masiva desencadenada por la dictadura en ambos periodos contra distintos sectores de la población civil y grupos políticos.

      Las mayores proporciones se dieron en un rango de edad de entre los quince y los veintiséis años, por lo que la edad promedio de las personas exiliadas se estima en los veintinueve años de edad. Este no es un dato menor, teniendo en cuenta que esta etapa de la vida es la de mayor capacidad de trabajo y posibilidades de consolidar cierta estabilidad laboral.

      Los destinos de los exiliados fueron mayormente los países limítrofes, principalmente Argentina y Brasil; en especial el primero, ya que la cercanía geográfica, la lengua y la existencia de redes de apoyo posibilitaban una mayor seguridad. Y, por supuesto, esto mantenía viva la esperanza de un inminente retorno.

      Las consecuencias del exilio se ramifican en varios aspectos, su complejidad no terminó con la caída de la dictadura. Es más, podría decirse que se prolongó, ya que la perpetuación del Partido Colorado en el Gobierno no contribuyó a la reconfiguración social y simbólica que facilite el retorno ordenado y esperanzador de los exiliados. La pobreza, el desempleo, la exclusión y la discriminación no han permitido que se den plenamente la reinserción social y laboral de las víctimas.

      Si bien el exilio político ya no es frecuente en estos tiempos, este fue sustituido por el otro gran drama poblacional de la era democrática: el exilio económico. Este es el punto donde pareciéramos volver a ese efecto de quiebre familiar y cultural que favoreció a la dictadura y perjudicó a nuestra sociedad. En especial a aquella que, a pesar de todo, sigue aguardando una segunda oportunidad de vivir en plenitud sobre su propia tierra.

      Somos
      los que aún estamos vivos,
      por suerte o por casualidad
      aquel día,
      en aquel patio,
      donde de todos modos
      algo nuestro quedó muerto y sepultado
      sin que se sacaran
      anuncios en los diarios.

      Jorge Canese, del poemario Paloma blanca, paloma negra, que fue prohibido por la dictadura en 1982.


    • ¿Dónde caben las comunidades indígenas?

      Despojados de sus territorios ancestrales, sin acceso a derechos básicos fundamentales, obligados a dejar sus prácticas espirituales y adoptar otros dogmas, los pueblos indígenas sufrieron el terrorismo de Estado.

      La violencia contra los pueblos indígenas no empezó ni terminó con la dictadura, fue lo que declararon las y los representantes originarios en la audiencia pública organizada por la Comisión de Verdad y Justicia en el 2008.
      El Estado es el principal responsable de la vulneración y negación de sus derechos como pueblos.

      Hoy día, los indígenas del Paraguay están en posesión efectiva de poco más de un millón doscientas mil hectáreas, apenas el 3 % de lo que fue su territorio ancestral.Villagra, R. (2018). Diagnóstico socio-jurídico de tierras y territorios indígenas en Paraguay. Suplemento Antropológico, N.° 53, 129-182

      La postura del Gobierno de Stroessner no fue ningún secreto: los indígenas no eran considerados personas. Gran parte de la política estatal estuvo orientada a su exclusión y eliminación. El no reconocimiento de los pueblos indígenas como individuos y colectivos con dignidad y autonomía fue el primer atropello que dio inicio a una inmensa cadena de violencia, ocasionada tanto por el Estado como por la sociedad en su conjunto.

      El régimen stronista cometió graves violaciones de derechos humanos contra los pueblos indígenas, como los ataques por parte de civiles y militares contra los pueblos aché, ayoreo, maskoy y toba qom, las ejecuciones extrajudiciales de adultos, ancianos y niños de dichas comunidades, así como también violaciones sexuales a las mujeres.

      Comunidades indígenas y campesinas fueron expulsadas de sus territorios por el Gobierno. Al ser despojados de sus tierras ancestrales, las comunidades indígenas no solo pierden un lugar donde desarrollarse en paz y con seguridad. También, paulatinamente, van perdiendo su identidad, sus costumbres y hasta las ganas de vivir.

      Durante las décadas del 60 y del 70, la persecución contra los indígenas se acrecentó, especialmente en los departamentos de Alto Paraná, Canindeyú, Caaguazú, Guairá y Caazapá. Someter a niños y niñas a prácticas de esclavitud, obligar a que abandonen sus creencias espirituales, sus prácticas con la medicina natural y otras costumbres a través de la colonización religiosa, causar muertes por privación de alimentos y medicamentos, y ejecutar extrajudicial o arbitrariamente a adultos, eran prácticas muy comunes en esos tiempos.

      Las sistemáticas violaciones se producían en un contexto en el que las comunidades, con tierras o sin ellas, sufrían la ausencia crónica de servicios públicos de salud, educación y agua potable.

      Progreso que extermina

      Las binacionales Yacyretá e Itaipú son calificadas por los simpatizantes del régimen de Stroessner como sus principales logros. Son dos pilares importantes que sostienen el «progreso» de la época. Sin embargo, nunca rindieron cuentas del costo humano que implicó la construcción de aquellas represas.

      En el sur del país, en los departamentos de Itapúa y Misiones, habitaba la población mbya guaraní. Antes de la noticia del acuerdo binacional de Yacyretá y de la culminación de las obras de asfalto de carreteras, eran aproximadamente 120 a 150 familias, entre 600 y 800 personas, que vivían en la zona de influencia de la represa.

      Empujados por el anuncio de la construcción de la hidroeléctrica, las familias mbya empezaron a huir hacia zonas más boscosas o lugares más aislados, pero a medida que fueron avanzando las obras, aumentaron también las presiones para que abandonen sus territorios.

      No había muchas alternativas viables para las familias mbya. En los nuevos lugares hacia donde fueron desplazadas no existían condiciones materiales para acceder a recursos básicos. Además, sufrían el acoso de la sociedad no indígena. Así, para quienes permanecieron en aquellas zonas, el destino fue trágico.

      Misiones se convirtió en un gran cementerio mbya. Cerca de la mitad murió a causa de la tristeza, el hambre, la violencia y las enfermedades que llegaron con los nuevos vecinos. Según los pobladores de la comunidad indígena Pindó, se habla de aproximadamente 200 personas de todas las edades enterradas en la zona.

      Para las comunidades que habitaban el Alto Paraná, la realidad no fue muy distinta. La construcción de la represa de Itaipú significó una bomba de tiempo para la población ava guaraní. Lo que para el Gobierno fue una de sus máximas obras, para este pueblo indígena fue el exterminio de lo que conocían como vida.

      El río Paraná era una ruta muy transitada por los ava guaraní. La utilizaban para visitarse entre comunidades; además, se trataba de una importante fuente de peces para la ingesta o la comercialización. Aproximadamente, una extensión de 150 kilómetros era parte del recorrido habitual de los indígenas ava paranaenses.

      En ese periodo, la población ava guaraní también sufrió el atropello de la empresa latifundista La Industrial Paraguaya S.A., que, según el coordinador ava, Julio Martínez, los esclavizó para que trabajen en las obras y extraigan las riquezas de sus propios montes, para luego venderlos al extranjero.

      En su declaración, Martínez agregó:

      Esta empresa trabajó hasta la década del 70, matando los recursos naturales con apoyo de los militares. En este contexto, una situación clave fue la construcción del Puente de la Amistad, que permitió la llegada de los colonos brasileños, ocupando esa zona del Paraguay, el territorio de los indígenas.

      Los testimonios mencionan a un total de 534 familias afectadas por la instalación de la represa de Itaipú. A pesar de las promesas de restitución de sus tierras y mejores condiciones de vida, las familias aún no han recuperado lo que les fue saqueado.

      Con montes cada vez más deforestados, con el avance de la soja y otros monocultivos, con la utilización de agrotóxicos para los campos, con leyes que criminalizan la lucha por la tierra, ¿habrá lugar aún para las comunidades indígenas?

      «Ellos se llevaron el río Paraná, sin consultar a nadie; se llevaron en un camión incluso los animales de la selva. Habiendo perdido su hábitat natural, mucha gente murió de añoranza de su hábitat».

      Juan Ramón Benítez, integrante de una de las comunidades.


    • El sueño de una educación emancipadora

      Las escuelitas campesinas fueron el primer intento de transformación educativa que se gestó en el país. Mientras Stroessner prohibía el uso del guaraní, los campesinos y campesinas de las Ligas Agrarias Cristianas crearon un sistema de alfabetización horizontal basado en su lengua y en su vivencia cotidiana.

      En la década del 70, un grupo de campesinos y campesinas desafió al modelo capitalista y excluyente impuesto por la dictadura, los terratenientes y empresarios. Cansados de vivir bajo las reglas de otros, desarrollaron un sistema que potenciaba sus saberes empíricos, teniendo como base la igualdad y la solidaridad.

      Aquel sistema representaba una organización alternativa de la vida interna y también en relación con el exterior, por lo que se constituía en un cuestionamiento al orden establecido. Los tres aspectos fundamentales que lo sostenían fueron: la propiedad comunal de la tierra, a través de prácticas como la gestión de un almacén colectivo de autoconsumo; la creación de
      nuevas escuelas

      «La experiencia más desarrollada en este punto fue la de la escuela de Tuna, en el departamento de Misiones. Esta organizó un sistema para garantizar un aceitado funcionamiento del espacio y el acceso a material de lectura y útiles a los estudiantes. En este caso, se buscó, incluso, el reconocimiento oficial de la escuela, presentada como propuesta de una asociación de padres. Las autoridades pasaron del silencio inicial a la represión más brutal».Nardulli, J. (2007). La experiencia educativa de las Ligas Agrarias Cristianas del Paraguay. XI Jornadas Interescuelas/Departamentos Historia. UBA.

      y formas de educación; y el protagonismo político por fuera de la megaestructura del Partido Colorado.

      Las iniciativas de las Ligas Agrarias Cristianas estaban guiadas por el ideal de una vida en común, formulado como «la vida en una tierra sin mal». Tenían una base de ideal cristiano de fraternidad. El desarrollo de estas experiencias estaba basado en un proceso de toma de conciencia de la realidad y en la búsqueda de la transformación de las condiciones de injusticia y pobreza en que vivía el campesinado, tal como Santa Bari Maidana de Báez (Misiones, 1975) narró:

      Crecimos capacitándonos y nos dábamos cuenta de la estructura de nuestro gobierno. Tal es así, que progresamos rápido, formamos nuestro almacén de consumo, ya empezó a tener más gente, el grupo creció. Más adelante vimos la posibilidad de formar o crear una escuela campesina, porque en las escuelas del Estado no se muestra la realidad como es, nos esclavizaban más. Nos capacitaron los curas y enseguida comenzamos a enseñar, y nuestra escuelita creció tanto que solo quedaban tres o cuatro niños en la escuela pública, cosa que no agradó al Estado.

      La enseñanza tradicional que se impartía en los colegios públicos de la época no contemplaba las particularidades de las comunidades campesinas e indígenas. Las vivencias de los alumnos y alumnas no eran tenidas en cuenta, ya que ellos eran vistos como «recipientes» del conocimiento del profesor. Además, las clases se daban en castellano. Más que promover la capacidad crítica de los estudiantes, empujaba a la exclusión de los guaraní hablantes, la sumisión y la obediencia.

      Las personas de las Ligas Agrarias Cristianas decidieron cortar con su participación en las escuelas convencionales y, aplicando la teoría desarrollada por el educador brasileño Paulo Freire en su libro Pedagogía del Oprimido (1968), llevaron adelante el proyecto de las escuelitas campesinas: un modelo de enseñanza emancipatorio a través de la comprensión crítica de la realidad social, política y económica; impulsada por el diálogo y el intercambio constante entre docentes y estudiantes.

      En las escuelitas, las y los jóvenes de la comunidad que se ofrecieron a facilitar las clases fueron bautizados como pytyvõhára (la o el que ayuda, en guaraní). No eran docentes convencionales, eran guías que ayudaban a las y los estudiantes en sus procesos de aprehensión de la realidad. Para las Ligas Agrarias Cristianas era fundamental que los niños y niñas entiendan cómo y por qué se originaba la situación en la que vivían como comunidad campesina.

      El primer ciclo del sistema de alfabetización se desarrollaba enteramente en guaraní. Para ello, crearon una cartilla en dicha lengua, llamada Ko’ẽtĩ. Era una adaptación del material de Freire y fue realizada con la ayuda del padre Bartomeu Melià. Así también, el calendario escolar estaba sincronizado con el de las cosechas, para que los y las estudiantes acompañen a sus padres en el trabajo de la chacra.

      Francisco Ávalos, de la comunidad de Jejuí, expresó que la diferencia de la escuelita campesina con las otras instituciones radicaba en que los y las pytyvõhára procuraban convivir con los niños, generar confianza y averiguar sus intereses personales: «si querían dibujar o escribir y, de acuerdo a lo que ellos querían hacer, les ayudaba el facilitador o la facilitadora. Para mí que ellos comenzaron por la primera reforma educativa, dentro de la ley agraria comenzaron».

      Demasiada libertad para ser tolerada

      Según un testimonio del padre Caravias en 1972, refiriéndose a las escuelitas campesinas, las tiendas comunitarias y a Jejuí; los mejores éxitos de las Ligas Agrarias fueron perseguidos de manera muy brutal y con muchas calumnias:

      Fueron experiencias muy perseguidas porque fueron muy creativas. Estaba prohibido educar en guaraní, no se dejaba que los niños lo hablaran: ¡no seas guarango! Y se les castigaba. Con lo cual se formaban analfabetos. Entonces los integrantes de las escuelitas campesinas nos pidieron a los jesuitas que hiciéramos algo, el padre Bartomeu Melià hizo una cartilla en guaraní tipo Freire. Eso al Gobierno le pareció terrible.

      Las escuelas públicas del Estado, de departamentos como Misiones y Caaguazú, empezaron a quedarse vacías. Para la dictadura stronista fue demasiada osadía por parte de los campesinos y campesinas; se trataba de una disputa directa al poder y control ejercido por el Estado. La vía más efectiva para detener aquellos procesos y que, principalmente, no vuelvan a surgir, fue la destrucción de las escuelas.

      Con el argumento de que estaban adoctrinando a los niños y a las niñas en el comunismo, el régimen comenzó a desplegar estrategias militares para reprimir a las organizaciones campesinas. Las estrategias incluyeron el espionaje a través de los pyrague, el crear experiencias cercanas que hicieran la competencia a las Ligas, las detenciones por cortos periodos de tiempo de miembros de las Ligas o líderes (de 24 a 48 horas), y la provocación con algunas acciones militares o agresiones.

      Cuando ninguna de las estrategias de control tuvo un impacto relevante en las comunidades, empezaron a considerarlas como objetivo militar y a someterlas a otras formas de control, como la infiltración y otras acciones más selectivas que aumentaron el nivel de represión sobre ellas.
      «Comenzó la persecución, nos mandaron llamar para que tengamos miedo, no querían que enseñáramos más, nos decían subversivos, comunistas, no podíamos reunirnos en ningún lado», recordó Santa Bari Maidana de Báez. Todo proyecto comunitario fue señalado por el régimen como comunista y, en consecuencia, criminalizado y reprimido.

      Las escuelitas campesinas permitieron a los niños y niñas valorar sus capacidades, empoderarse en sus derechos, adquirir autonomía y entender que eran sujetos dignos como todos los demás. Para Margarita Durán Estragó, la experiencia de las Ligas Agrarias Cristianas se puede comparar con el proceso de la tacuara, que cada 30 a 40 años se renueva. Muere completamente, pero necesariamente vuelve a brotar, para empezar de nuevo.

      Jahupívo ñande po
      ñañoañuãvo ja’e
      hermano ningo ra’e
      ndajaikuaáiva ñande
      ipukúma ñande rape
      hasypeve jatopa
      ko idea porãite
      okañ´yva yma guive.

      Canción de las Ligas Agrarias


    • La desigualdad como método de control social

      Mientras pequeñas élites crecían y se legitimaban gracias a la corrupción, la desigualdad se instalaba. La violencia estatal a favor de unos pocos y contra sectores específicos de la sociedad, como el campesinado, condenó a generaciones enteras a la pobreza extrema.

      El 72 % de las víctimas de la dictadura sufrió graves daños económicos como consecuencia de la represión sufrida. Las principales secuelas fueron mayor pobreza, pérdida de trabajo, falta de acceso a la educación, pérdida de oportunidades de desarrollo y dependencia económica.

      En algunos casos, los impactos económicos fueron consecuencias indirectas de las violaciones de derechos humanos. En otros, formaban parte de la
      política represiva.

      La desigualdad operó como un factor de control social en el contexto de la dictadura, en cuyo marco se establecieron ciertos mecanismos estructurales del sistema político, como la corrupción o el sistema clientelar. El concepto de desigualdad fue despojado de sus dimensiones políticas y sociales, instalándose como una barrera a ser superada a nivel particular y no como relaciones sociales a ser modificadas y transformadas.Couchonnal, A. (2009). Ideología de la desigualdad en Paraguay. XXVII. Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología. UBA.

      En un Estado que repartía sus bienes a sus amigos y simpatizantes, quienes no cabían en esas categorías tenían comprometido su futuro dentro de la sociedad. Tal fue la realidad de las comunidades campesinas e indígenas. La exclusión y la falta de acceso a derechos básicos fundamentales dejan al descubierto el carácter clasista y racista que tuvo el régimen.

      La demostración de fuerza y poder de la Policía no terminaba con la violencia física, también había que destruir y apropiarse de los bienes materiales. Era otra forma de anular, en el plano social, a las personas perseguidas y a sus familias. En sociedades basadas en el tener, quienes carecen de bienes quedan vedadas de los espacios de participación e intercambio político-social-cultural.

      Las acciones represivas muestran un patrón de pérdida de las condiciones de vida de las personas y familias afectadas: el saqueo, robo y destrucción de pertenencias eran parte del modus operandi de las fuerzas públicas contra las comunidades más vulnerables.

      En las áreas rurales el saqueo de bienes era muy frecuente como forma de amedrentamiento y método ejemplificante. Una de cada tres víctimas sufrió robo de bienes. Desde animales y cultivos, hasta cables, pilotes y alambres. Se llevaban todo. Eugenio Gómez (Misiones, 1976) testimonió:

      Yo tengo ahora 55 años y psíquicamente a esta edad estoy totalmente agotado, porque a partir del procedimiento de persecución yo perdí todo. Mi cosecha se fundió, mis animales más apreciados se fundieron, todo. Me dejaron en la calle y a esta edad yo pienso que a consecuencia de esto estoy siempre en la extrema pobreza.

      Familias enteras tuvieron que abandonar sus casas y terrenos. Fueron testigos, a la vez, de la destrucción de sus herramientas de trabajo, cosechas, escuelas y espacios comunitarios. Veneranda Gómez de Rossi recuerda haber agarrado una bolsa con un poquito de ropa y escaparse con eso, antes de que también les hicieran daño a ella y a sus seres queridos.

      Con este tipo de prácticas se buscaba destruir formas de vida asociadas a un proyecto comunitario y su capacidad de recuperación. Sin apoyo social, con el estigma de haber sido perseguidas por el régimen y en condiciones de aislamiento, muchas familias afectadas tuvieron que empezar a reconstruir su vida económica desde cero.

      Las expresiones de Ana Selva Riquelme (Coronel Oviedo, 1976) dan cuenta de que las pérdidas económicas abarcaban también proyectos colectivos y afectaron a todos los miembros de las comunidades reprimidas. El ejemplo más emblemático es el caso de las Ligas Agrarias:

      La secuela más triste es la injusticia. Por una causa justa, ¡por tratar de querer vivir mejor, vivir en comunidad! Cómo vamos a alivianar la vida ahora, preparar de nuevo un almacén de consumo, que era una iniciativa que se hizo. (Ana Selva Riquelme, Coronel Oviedo, 1976)

      Las
      consecuencias socioeconómicas

      Según los últimos resultados presentados por el Instituto Nacional de Estadística, el índice de Pobreza Multidimensional (una medida que analiza cuatro dimensiones: el acceso a trabajo y seguridad social; vivienda y servicios; salud y ambiente, y educación): en el año 2021 la situación de pobreza multidimensional alcanzaba al 20,76 % de la población paraguaya, es decir, a aproximadamente 1 505 422 personas. Mientras que este mismo índice demostró mayor incidencia en las poblaciones de áreas rurales: 40,94 % (1 094 408 personas).

      para las comunidades campesinas e indígenas fueron tan inmensas que hasta hoy siguen reclamando justicia social. Sin embargo, ideas estigmatizantes arraigadas en la sociedad sostienen que sus integrantes son «haraganes», «que no trabajan» o que «quieren vivir a costa del Estado»; asociadas también al prejuicio de que «el pobre es pobre porque quiere»; como si el desafío de superar la pobreza que enfrentan poblaciones enteras dependiera del esfuerzo individual y no del contexto de desprotección social legado por las políticas de exclusión y la histórica legitimación de las violencias. Como si la extrema desigualdad de la sociedad paraguaya no fuera el rotundo fracaso del modelo de Estado colorado-stronista.

      Las consecuencias socioeconómicas para las comunidades campesinas e indígenas fueron tan inmensas que hasta hoy siguen reclamando justicia social. Sin embargo, ideas estigmatizantes arraigadas en la sociedad sostienen que sus integrantes son «haraganes», «que no trabajan» o que «quieren vivir a costa del Estado»; asociadas también al prejuicio de que «el pobre es pobre porque quiere»; como si el desafío de superar la pobreza que enfrentan poblaciones enteras dependiera del esfuerzo individual y no del contexto de desprotección social legado por las políticas de exclusión y la histórica legitimación de las violencias. Como si la extrema desigualdad de la sociedad paraguaya no fuera el rotundo fracaso del modelo de Estado colorado-stronista.

      ¿Sin trabajo hay dignidad?

      La dictadura institucionalizó un sistema de recompensas y castigos, quienes eran fieles al modelo formaban parte de una élite que aumentaba cada vez más su patrimonio. Eran los clientes del Estado. Siempre y cuando demostrasen su lealtad al régimen, podían recibir todo tipo de prebendas, como puestos en las instituciones públicas o en los estamentos militares, tierras, protección a sus empresas, etc. Mientras tanto, un 38,4 % de las víctimas de las zonas urbanas perdieron sus puestos laborales como consecuencia de la persecución o el exilio; algunas empresas e instituciones empezaron a despedir o a negarles el trabajo, ya sea por complicidad con el Gobierno o por el peligro que implicaba contratarlas. Así, una de cada cinco personas afectadas señaló la imposibilidad de conseguir trabajo después de haber sufrido la represión. Sin embargo, si se consideran solo los testimonios de quienes eran adultos en esa época, casi la mitad de las víctimas sufrió esta forma de represalia.

      Muchos profesionales no pudieron ejercer sus carreras. Tuvieron que abandonar los deseos de desarrollarse profesionalmente y cumplir con sus metas y sueños personales. Incluso si formaban parte de un espacio en el que su trabajo era valorado, eso cambió drásticamente luego de la violencia y el estigma generado. La campaña represiva del régimen tuvo éxito en generar desconfianza hacia los opositores. «Yo era abogado, se decía que era comunista, esa fue mi mayor desgracia. Que era profesional y no podía trabajar», contó Juan Bautista González Flores (Asunción, 1962).

      A medida que los ingresos propios disminuían, la única alternativa que les quedaba a estos profesionales y perseguidos era la dependencia económica a cargo de algún pariente. De esa manera, perdieron también su autonomía y la posibilidad de llevar adelante proyectos propios o negocios, muchos de ellos truncados por la represión.

      Ha mboriahu, ipohýi reipykúiva tape
      Ha nde py’a, mamove ndojuhúi pytu’u

      Teodoro S. Mongelós, 1943


    • El robo del siglo

      Cuando los dictadores dicen defender la propiedad privada, no están hablando de proteger tu autito o de que nadie te arrebate tus pertenencias. Están hablando del privilegio de apoderarse de los bienes comunes.

      Es cierto que las dictaduras se sostienen porque ahogan en sangre a la resistencia. Pero también es cierto que necesitan construir redes de colaboradores y simpatizantes que las sostengan. Infelizmente, la historia nos enseña que ningún genocidio ha fracasado por falta de voluntarios que se ofrezcan para matar al vecino o delatar al hermano.

      Esta colaboración, sin embargo, nunca es desinteresada. Para ello, las dictaduras se apoderan del patrimonio colectivo, para distribuirlo entre sus leales, ya sea el dinero público, la tierra, los recursos naturales o los fondos jubilatorios.

      La dictadura paraguaya no fue una excepción. Para asegurarse la lealtad de un estrecho círculo de jerarcas, colaboradores, sostenes políticos y económicos, el régimen se valió de lo que tal vez sea uno de sus más notorios legados: la corrupción institucionalizada.

      Se repartían prebendas y beneficios ilegales, se permitía la evasión y el contrabando, la sobrefacturación de las obras públicas y el planillerismo, el tráfico de drogas y de armas, entre otras prácticas conocidas. Con los bolsillos llenos y con negocios ilegales viento en popa, a los militares y a los colorados se les olvidaban las ganas de conspirar.

      Esta fue una de las claves de la eterna duración del régimen. La corrupción fue «el precio de la paz». Los colorados se ufanaban de su «unidad granítica» porque la complicidad en el delito es la única que une. La CVJ investigó una de las piezas más emblemáticas de este esquema: la adjudicación de tierras malhabidas.

      Anastasio Somoza fue uno de los más sangrientos y crueles dictadores latinoamericanos. Se refugió en Paraguay, bajo la protección de Stroessner, luego de que el pueblo de su país —Nicaragua— lo echara del poder tras una violenta revolución en 1979. El general Alcibíades Brítez Borges fue uno de los jefes de la Policía de la dictadura, un criminal paraguayo de lesa humanidad que murió en la impunidad como tantos otros. Mario Abdo Benítez fue el secretario privado del dictador, un personaje siniestro que manejaba la agenda política y por cuyas manos pasaban las órdenes de represión. Blas N. Riquelme hizo fortuna gracias a una red de clientes entre los altos funcionarios del régimen que brindaron protección a sus innumerables empresas. Escaló posiciones en la dirigencia del Partido Colorado y llegó a ser diputado. Humberto Domínguez Dibb fue un empresario de negocios turbios, dirigente deportivo del fútbol local y yerno del dictador. Fahd Jamil es un notorio narcotraficante brasileño de la frontera seca, sindicado como autor moral del asesinato del periodista Santiago Leguizamón.

      El común denominador de todos estos personajes fue que recibieron, en premio por su colaboración con el régimen, grandes extensiones de tierras públicas que debían haber sido destinadas a familias campesinas en el marco de la reforma agraria.

      Las tierras malhabidas

      En 1963 se promulgó el Estatuto Agrario, régimen que permitió la distribución de más de doce millones de hectáreas de tierras fiscales, la mitad de las tierras cultivables del país. De estas tierras, un total de 7 851 295 hectáreas fueron adjudicadas a 3336 adjudicatarios que no reunían los requisitos para ser beneficiarios de la reforma agraria, entre otras graves irregularidades a la legislación agraria. Es decir, son adjudicaciones nulas.

      Esta distribución fraudulenta de tierras públicas fortaleció las redes clientelares del Partido Colorado, beneficiando con grandes propiedades fiscales a sus líderes, ministros del Poder Ejecutivo, altos funcionarios de gobierno, militares y policías en servicio activo, senadores y diputados, políticos, latifundistas. De igual modo, se adjudicaron extensas propiedades a empresarios e industriales no dedicados a la agricultura ni a la ganadería y que no residían en los lotes. La CVJ investigó el otorgamiento de tierras públicas en fuentes documentales primarias y secundarias y nos legó una valiosa base de datos que permite el seguimiento de los casos y su recuperación.

      La pequeña minoría de favorecidos por la dictadura y sus allegados recibió el 64,2 % de las tierras adjudicadas (equivalentes al 19,3 % del territorio nacional y al 32,7 % de las tierras arables), en su mayor parte, grandes propiedades ganaderas en el Chaco. En el otro extremo, el 97,5 % del total de beneficiarios, familias campesinas pobres, recibieron un sobrante de 165 000 hectáreas.

      La desproporcionada relación entre los beneficiarios de la mal llamada «reforma agraria» de la dictadura llevó a nuestro país a ser
      uno de los más injustos del mundo.

      «Paraguay presenta la distribución de la tierra más desigual del mundo, con una pequeña élite latifundista e importante participación de propietarios extranjeros que concentran casi toda la superficie agrícola y ganadera, mientras que la inmensa mayoría de familias campesinas e indígenas carecen de tierra suficiente para subsistir».Guereña, A. y Rojas, L. (2016). Yvy jára. Los dueños de la tierra en Paraguay. Oxfam.

      El dictador cayó en 1989, pero la élite política que sostuvo la dictadura y se benefició de ella continuó en el poder con sus mismas prácticas y métodos. No se han recuperado las tierras malhabidas. Los desalojos forzosos de comunidades campesinas e indígenas para adueñarse de sus territorios son una realidad constante y actual. Las ejecuciones y desapariciones forzadas de dirigentes y militantes de organizaciones campesinas que luchan por la reforma agraria es una práctica que continuó en la posdictadura, dejando en evidencia que el asesinato por motivos políticos sigue siendo un recurso válido en el quehacer público.

      La mecánica de las tierras malhabidas aseguró a la élite latifundista su hegemonía y el control del Estado. Lo que ayer hizo la dictadura para comprar lealtades y sostenerse en el poder condicionó el futuro de la sociedad paraguaya, condenada al atraso social y económico.


    • ¿Se puede construir un futuro con el alma perturbada?

      Más de 20 000 personas fueron víctimas directas de la represión. Las secuelas se extienden a sus familiares, círculos cercanos y a la sociedad en su conjunto. Paraguayos y paraguayas intentan reconstruir sus vidas sobre los escombros de la violencia estatal que aún sigue impune y no cesa.

      En guaraní, py’a perere en traducción libre significa interior o alma perturbada. Se utiliza para referirse a un estado de ansiedad. En un marco de lectura de los impactos de la pandemia sobre la salud mental, en el 2021, el Banco Mundial llevó a cabo una encuesta en países de América Latina y el Caribe que reveló que Paraguay ocupa el primer lugar en cuanto a la incidencia de
      ansiedad, nerviosismo y preocupación

      El resumen de las Encuestas de Alta Frecuencia, realizado por el Banco Mundial entre mayo y junio de 2021, muestra cómo a pesar del optimismo de los paraguayos y paraguayas, puede haber condiciones de malestar provocadas por momentos de crisis.
      https://blogs.worldbank.org/es/latinamerica/salud-mental-en-paraguay-lo-que-revelan-los-datos

      en la población.

      Aquellas sensaciones de malestar no solo encuentran sus explicaciones en eventos recientes, sino que, por acumulación, es deducible que se remonten también a los años más violentos de la historia del Paraguay. La ansiedad, el miedo, la tristeza y la baja autoestima son las principales secuelas que persisten hasta el día de hoy en las víctimas de la dictadura.

      El 90 % de las víctimas y sobrevivientes del régimen señalaron que quedaron con secuelas psicológicas. Los testimonios muestran que el daño psicológico de la represión fue todavía más generalizado que el físico. Nueve de cada diez personas mencionaron impactos psicológicos relevantes como consecuencia del trato sufrido. Como refiere Eulalio Mendoza Casco (Villarrica, 1985):

      Me agarró una especie de ira, un enojo, resentimiento profundo y, a consecuencia de eso, me quedé como que no me encuentro conmigo mismo. No estoy en mí mismo, y por más que procure no me pasa, nunca llego a ser el mismo.

      Las víctimas directas del régimen generalmente fueron personas estratégicamente seleccionadas: militantes de la oposición, líderes de comunidades, intelectuales, artistas, estudiantes y personalidades de la disidencia sexual, pero también resultaron ser víctimas personas sobre quienes recayeron presunciones falsas. La violencia ejercida contra los sectores campesinos e indígenas también fue planificada. Roquita Velázquez de Miranda (Asunción, 1961) dijo:

      Mi cabeza parece todo el tiempo que no anda bien. Amanezco a veces entorpecida. A veces amanece y me siento deprimida, parece que nada es bueno, quiero llorar, quiero gritar. Todo eso siempre, hasta ahora.

      «Algo habrán hecho para terminar así»

      La dictadura contó con un aparato represivo tan completo y eficaz, que logró involucrar a toda la sociedad. Desde la punta de la pirámide, donde se encontraba el comando estratégico liderado por Alfredo Stroessner, hasta el último eslabón ocupado por los pyrague (delatores), todos trabajaban para mantener el control de la ciudadanía.

      Los sistemas de control externos lograron calar en los barrios, los hogares y hasta en el inconsciente de las personas. Existía un estado de alerta permanente, en todo el país, frente a la amenaza de delación por cualquier motivo, y se extendió la sensación de desconfianza entre vecinos, vecinas, compañeros y compañeras.

      La estigmatización, difundida por el Gobierno, de quienes pertenecían a movimientos de oposición a través de señalamientos como «bolche», «comunista» o «contrera», también fue motivo de aislamiento, exclusión social y discriminación. A la vez, funcionaba como justificación de la violencia y las violaciones de derechos humanos, y amparaba la impunidad de sus autores.

      Quien se animara a cuestionar el funcionamiento del régimen podía terminar igual o peor que las víctimas, por lo que la respuesta generalizada de la sociedad era permanecer en silencio, mantenerse alejada de quienes eran perseguidos y seguir con su vida.

      El no poder comunicar lo que uno o una estaba sintiendo o viviendo, no tener a dónde recurrir para denunciar, y el hecho de creer, de alguna manera, que se merecían aquella violencia fueron situaciones altamente dañinas para las víctimas y la ciudadanía.

      Sobrevivir a la impunidad

      Muchas víctimas han mostrado una capacidad importante de resiliencia y recuperación ante los hechos traumáticos vividos. Sin embargo, las secuelas de la tortura y las violaciones de derechos humanos persisten hasta la actualidad, siendo la tortura causa y punto de fractura en sus vidas.

      Tal como relató Alfredo Aranda (Caacupé, 1987), y como el 61,1 % de las víctimas también indicó, el miedo es una de las sensaciones que se mantiene en su día a día y se manifiesta a través del insomnio, pesadillas y terrores nocturnos:

      Lo que después había quedado era miedo de que vuelva a suceder igual o peor por el simple hecho de pensar diferente. «Si el siguiente me agarran, ya me liquidan», eso es lo que uno piensa y eso queda en el tiempo.

      La enorme desconfianza hacia los agentes e instituciones del Estado, principalmente hacia la Policía y el Ejército, también es consecuencia del miedo. La brutalidad con la que actuaron los torturadores marcó para siempre la percepción de las víctimas, generando un profundo odio y rechazo al verlos. En algunos casos, hasta desarrollaron fobia hacia ellos.

      Otras manifestaciones reactivas al impacto traumático fueron la falta de capacidad para controlar los impulsos, la rabia permanente, un estado de hiperalerta, desorientación, alucinaciones y pérdida del sentido de la realidad. Muchas de estas reacciones son compatibles con lo que en la psiquiatría y psicología se señala como estrés postraumático.

      La mayoría de las víctimas ha lidiado en soledad con sus traumas, duelos y secuelas, lo que, a su vez, se relaciona con la tristeza y un bajo estado de ánimo. Vivir el dolor en silencio y resignarse a la impunidad, solamente han acrecentado los malestares internos.

      A través del trabajo de recolección de testimonios de la Comisión de Verdad y Justicia, mujeres y adultos mayores tuvieron la oportunidad de hablar por primera vez sobre lo que vivieron. El hecho de que alguien los escuche y tome en cuenta sus relatos, también representó una forma de resignificar y nombrar lo vivido.

      «Sentí que yo no servía para nada», fue una frase que se repitió en varios testimonios y da cuenta de cómo afectó esta violencia la autoestima de las víctimas. Además, está relacionado con la pérdida de oportunidades que generó la represión: acceso a educación y trabajo, a una vivienda, a la posibilidad de promocionarse o ascender socialmente. Esta condición circuló particularmente, y continúa hasta hoy, entre las personas de origen campesino.

      La principal expectativa de las víctimas entrevistadas por la CVJ es el reconocimiento de los hechos sufridos y del daño infringido hacia ellas por parte del Estado. La reparación que se espera no es solamente económica, sino que está asociada también al hecho de hacer memoria, de visibilizar lo sucedido, de condenar a los culpables y aprender del dolor colectivo, para cambiar lo heredado por la dictadura y construir un futuro genuinamente diferente para el Paraguay.

      Allí donde el silencio
      se rompe solo a gritos
      y las palabras de amor
      se dicen en secreto,
      alguien canta.

      Carmen Soler, 1986


    • La familia «disfuncional» paraguaya

      La paz era un privilegio solo para las familias amigas del dictador. Las demás familias, las opositoras, las alternativas, las comunitarias, sufrieron la represión del régimen y sobrevivieron como pudieron, fragmentadas, en la distancia, en silencio.

      Dos de cada tres víctimas de la dictadura señalaron haber sufrido impactos familiares en sus testimonios ante la Comisión de Verdad y Justicia. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y las detenciones arbitrarias fueron las violaciones que mayor desestructuración familiar provocaron.

      Para el Gobierno de Stroessner había
      solo un tipo de familia

      La defensa de «la familia tradicional» es una de las banderas en el discurso de grupos fundamentalistas y de derechas. Muchos de ellos, presentes en instituciones del Estado. El propio Mario Abdo Benítez, hijo del exsecretario de Stroessner, en su mandato como presidente, expresó que una de sus promesas era «la defensa de la familia como fundamento de la sociedad». La política se repite, dejando al descubierto la doble moral del sistema: solo las familias que cumplen con los requisitos impuestos son las que merecen ser defendidas.

      que podía salvarse de la represión: la tradicional y servil a sus intereses. Las demás familias eran susceptibles de sufrir violencias, persecuciones, señalamientos y exclusiones, principalmente las que eran consideradas opositoras. La violencia estatal empezó a instalarse dentro de los hogares, generando grietas y diferencias significativas.

      Nadie quería tener ningún parentesco con un enemigo del régimen, por miedo a ser perseguidos también. Quienes eran identificados por las fuerzas públicas se encontraban constantemente en la mira. Podían ser detenidos una o varias veces. Y cualquier persona cercana corría el riesgo de ser también sospechosa.

      El 18,2 % de las víctimas expresó que una de las principales consecuencias que alteró su vida familiar, sus posibilidades de desarrollo e integración social, fue la estigmatización por haber sido perseguida. Tanto las víctimas directas como sus familiares cargaban con la marca de ser subversivos, comunistas o contreras.

      El estigma con que tenían que vivir las personas que eran tachadas de comunistas se traducía en marginación social, falta de oportunidades laborales y académicas, hasta migración forzada y el exilio. Incluso niñas y niños sufrieron discriminación por ser «hijos de». El ser comunista era algo que podía «contagiarse».

      Víctimas como Eladia Chamorro de Bareiro decidieron ocultar a sus hijos que su marido estaba preso. Cuando pasaban frente a la comisaría donde se encontraba recluida su pareja, la más pequeña señalaba: «esta es la casa de papá». A pesar de los intentos por proteger a sus hijos, los rumores llegaron a ellos. En la escuela y en el barrio empezaron a tratarlos de manera distinta a consecuencia de la persecución a su padre.

      Cuando Albino Gómez, una de las víctimas de la represión, estuvo preso, ningún pariente suyo fue a visitarlo. Al ser liberado, le preguntó a uno de sus sobrinos por qué nunca lo hicieron, a lo que este le respondió: «¿cómo íbamos a ir si vos estabas acusado de comunista?». Albino perdió la confianza en sus allegados y por mucho tiempo estuvo enojado.

      Para las familias no era una situación fácil, vivían un dilema. Si denunciaban o mostraban solidaridad hacia sus parientes, podían sufrir también la represión. A través del terror, el régimen fragmentó a las familias y las sumió en la desconfianza. Logró enemistar a seres queridos, compañeros y vecinos o vecinas, direccionando la lealtad a su disposición, en algunos casos volviendo serviles a los familiares y, en otros, generando pactos de silencio.

      Reorganizar la casa

      Las mujeres, en su rol de madres, abuelas e hijas mayores, asumieron la tarea de
      reorganizar sus hogares.

      Históricamente las mujeres han ocupado el lugar de «reconstructoras». Un mito que se creó después de la Guerra Grande. En su libro Voces de la mujer en la historia Paraguaya, la historiadora Ana Barreto explica que la «reconstructora» ha sido idealizada, lo que termina por invisibilizar y negar las relaciones de género en las que se enmarcan los procesos considerados como de «reconstrucción». El trabajo doméstico realizado por las mujeres, que se multiplica en estos casos, solo es valorado como tal cuando las feministas así lo señalan.

      Mientras sus maridos, hijos o hermanos estaban presos, desaparecidos o incluso condenados a muerte, ellas tuvieron que hacerle frente a las responsabilidades de sobrellevar el cuidado, la contención emocional y el sostén económico de sus familias.

      El hecho de tener que asumir el rol de madre y padre a la vez generó condiciones de estrés y agotamiento en las mujeres. Ellas dejaron de lado sus proyectos personales y posibilidades de desarrollo para mantener a su núcleo familiar. Además, tuvieron que convivir con la tristeza y el trauma de atravesar la ausencia de su compañero, impuesta de manera violenta e injusta.

      La foto familiar iba perdiendo cada vez más miembros: la presión y el ambiente represivo era tal que hubo mujeres que experimentaron abortos espontáneos y la pérdida de sus hijos pequeños. En otros contextos, en los que las víctimas regresaban a sus hogares, también se dio que se generaron conflictos en la pareja. El sistema de control era tan eficiente, que hasta dormía en la cama de las víctimas.

      Niños, niñas y adolescentes quedaron sin la posibilidad de estudiar, ya sea por el hecho de que saquearon sus escuelas, los marginaron y no les permitían el ingreso o tenían que ocupar otros roles en sus casas. Así, además, se truncaba el futuro de diferentes generaciones, condenando no solo a familias de esa época, sino también a las venideras.

      Lejos de todo

      Muchas familias sobrevivientes se vieron forzadas a la migración interna en algunos casos, y, en otros, al exilio. Huir del terror se constituía en la mejor opción, a pesar de todo lo que esa salida conllevaba.

      «Nos separamos todos, de parte de mi familia y de mi marido», expresó Benigna Núñez de López. A los familiares de él, los torturaron y mataron a todos. Por compasión, una vecina le dijo que mejor se vaya, porque ya habían asesinado a todo su núcleo familiar.

      Recomenzar en un entorno ajeno, sin herramientas ni apoyo, dificultó mucho las posibilidades de las víctimas. El futuro se tiñó de pobreza: sin acceso a trabajo, educación, estabilidad, etcétera. Este escenario le tocó vivir principalmente a familias de origen rural, cuyas propiedades, tierra o ganado, fueron destruidas o saqueadas por fuerzas militares o policiales y colaboradores del régimen.

      En palabras de Aida Lezcano de Acosta, víctima, «migrar a un país ajeno, con un idioma y unas costumbres distintas generó mucho sufrimiento». Ella y sus familiares, que en ese entonces eran cinco, vivían en su propio mundito para protegerse.

      En el caso de familias que ya venían de una dinámica comunitaria, de alguna manera lograron fortalecer sus vínculos internos para sobrevivir. Las familias se apoyaban entre sí para hacer frente al peligro, al miedo y a la hostilidad que los envolvía.

      En contra de todos los objetivos por destruir los lazos comunitarios, muchas familias demostraron que la única manera de derrotar a un sistema lleno de odio, violento y macabro, era a través del amor.


    • El pueblo es un gigante incuestionable.
      Gigante con el gesto de la mano.
      Gigante con los raptos de su asombro.
      Gigante con la sombra de su vida.

      Luis María Martínez

      Fragmentos de una historia en llamas

      El duelo colectivo de la sociedad paraguaya es un laberinto. Cada día que pasa abre una nueva pregunta: ¿dónde están?, ¿qué pasó?, ¿cómo murieron? Las familias de las víctimas de desaparición forzada siguen esperando que el Estado condene a los perpetradores y encuentre a sus seres queridos para devolverles la dignidad.

      Antes que ser el director de Memoria Histórica y Reparación del Ministerio de Justicia, Rogelio Goiburú es hijo de Agustín Goiburú, aquel médico, colorado y opositor al régimen que fue desaparecido en febrero de 1977. Rogelio se enteró por medio de un telegrama: «papá Agustín desapareció». Ese momento sería el impulso de un larguísimo proceso personal y colectivo de buscar a los desaparecidos, para intentar recuperar la identidad de Agustín y la de cientos de paraguayos y paraguayas.

      Es febrero del 2017, pasaron 40 años desde la última vez que vio a su papá; en su rol de trabajador por la memoria, Rogelio hace un anuncio histórico: la restitución a familiares de los primeros restos óseos identificados de desaparecidos, víctimas del régimen de Alfredo Stroessner. Pertenecen a Miguel Ángel Soler, Raffaella Filipazzi, José Agustín Potenza y Cástulo Vera Báez.

      Estamos en 2022 y se cumplieron 33 años de la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner. De las 336 víctimas de desaparición forzada, tan solo cuatro han sido identificadas. No hay avance por falta de interés estatal y, por ende, de presupuesto. La desaparición de tantos compatriotas en circunstancias nunca esclarecidas constituye un gran duelo colectivo para la sociedad paraguaya.

      Rogelio Goiburú dijo que buscar a su papá era como armar un puzzle. Pero, ¿qué pasa cuando las piezas están desordenadas, son falsas o se contradicen, son ocultadas o protegidas por un grupo de personas? La búsqueda de las víctimas no es lineal ni sigue un mapa trazado con exactitud. Cada proceso es diferente y requiere no solamente del deseo de los familiares.

      La mayoría tuvo conocimiento de que sus seres queridos habían desaparecido mucho tiempo después de que ocurriera el hecho. Tuvieron que atravesar sus dolores para empezar a indagar sobre el paradero de sus familiares. Pero más allá de paralizarlos, el dolor de la ausencia y la duda por lo que había acontecido fueron motores que los estimularon no solo en la búsqueda, sino en su forma de afrontar la vida.

      En sus indagaciones, las familias recurrieron a instancias del Estado, amigos, compañeros políticos, testigos de los hechos, miembros de las fuerzas de seguridad, incluso a altos mandos de la dictadura stronista, buscando alguna respuesta que ubique a las víctimas. En algunos casos, los funcionarios y autoridades quisieron aprovecharse de la desesperación, intentando manipularlas y chantajearlas.

      Cuando surgía alguna pista que parecía certera, los familiares se agarraban de ella intentando que los conduzca a algo más concreto. Pero, como lo describe Carlos Villagra, hijo del desaparecido Américo Villagra Cano, era una búsqueda interminable, infructuosa, llena de incertidumbre. Al final, todo se quedaba flotando en una nebulosa.

      La inquietud por encontrar a las víctimas generó que los allegados empiecen a aislarse de la sociedad, se refugien en su mundo interior y en las gestiones necesarias para dar con más pistas.

      Las mujeres ocuparon un lugar central en la búsqueda de los desaparecidos. Madres y hermanas encabezaron las indagaciones, enfrentándose a peligros, frustraciones, a la carga emocional y a las consecuencias de la impunidad de los hechos.

      María de las Mercedes Villagra, hija de Américo Villagra Cano, asegura que lo más terrible de la búsqueda es que se hace en solitario. El estigma por ser perseguido político de la dictadura stronista seguía siendo una gran carga, aun siendo víctima de desaparición forzada. Para María existía una especie de muralla que el sistema logró construir, una muralla que dividía a las víctimas del resto de la sociedad.

      Un punto de partida

      En 1992, a cuatro años de la caída de la dictadura, se descubrió el Archivo del Terror. Un importante registro constituido por información, documentos y fotos de los perseguidos y torturados por las fuerzas públicas. Aquel material contiene datos que sirvieron a los familiares para confirmar teorías y tener mayor certeza con respecto a lo que había acontecido.

      El Archivo del Terror, además, confirmaba las sospechas sobre el régimen: torturó, mató y desapareció a personas contrarias a sus intereses. Para las familias, se trataba de una evidencia fehaciente que podría acercarlas a la concreción de justicia y dignidad para las víctimas.

      Muchos parientes iniciaron demandas ante el Poder Judicial para que investigara los hechos y procese a los autores. Ninguno de los casos progresó. El contexto de impunidad, en el que se mantienen los crímenes hasta el día de hoy, devela lo arraigada que sigue la estructura stronista en el sistema judicial. Además, existen aún ciertas autoridades de la dictadura que ejercen control y miedo sobre la ciudadanía.

      En el caso de los Goiburú, ellos decidieron llevar la demanda a instancias internacionales. La Corte Interamericana de Derechos Humanos determinó la responsabilidad del Estado en la desaparición de Agustín Goiburú y reiteró la obligación de investigar y sancionar a los perpetradores, así como llevar a cabo la búsqueda de los restos y otorgar una reparación a los familiares. Los obstáculos para estas investigaciones también se han mantenido.

      A pesar de las trabas y los vestigios del régimen, Rogelio Goiburú nunca se rindió en su búsqueda. En 2009, oficialmente iniciaron las
      primeras excavaciones

      Entre 2010 y 2018 se han localizado 37 restos óseos, de los cuales solo cuatro han sido identificados. En esta tarea, por falta de infraestructura, Paraguay contó con la ayuda y el apoyo del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que se encarga de determinar el perfil biológico de los esqueletos y realizar el cotejo genético con los familiares.

      antropológicas lideradas por él. Su ímpetu y sentido de justicia son legados de su padre, que lo acompañan hasta la actualidad en cada excavación. En su testimonio, Goiburú expresó:

      Lo que se rescata con hallar los huesos es la memoria, la lucha de esa persona, se lo devuelve a su familia y a esa persona se le da vida; pero para que eso sea válido, se necesita todo un proceso, todo un ir y venir…

      Para muchas familias, cada día es como recomenzar entre la frustración y la esperanza. Pero olvidar, nunca. Recordar a sus seres queridos desaparecidos es una posición política ante la desmemoria e impunidad del Estado.

      Están allí, donde ya no podrán morir
      Están sembrados en la tierra
      y ya sus huesos son estrellas

      Porque en la noche hacen latir
      la luz del pueblo.

      Alberto Rodas


    • El principio del fin

      La caída del régimen de Alfredo Stroessner fue una victoria ciudadana que se gestó en el espacio público. Paraguayos y paraguayas perdieron el miedo y tumbaron al autoritarismo con la fuerza de la libertad.

      La segunda mitad de la década del 80 fue el escenario de un nuevo movimiento ciudadano: revitalizado, ingenioso y audaz. A medida que la represión perdía fuerza, las organizaciones volvían a tomar las calles y, esta vez, estaban dispuestas a hacerlo a su modo.

      Como antecedente y factor principal para la salida de las organizaciones a las calles, se encuentra el Acuerdo Nacional. Una conformación nacida en diciembre de 1978 e integrada por agrupaciones políticas opositoras no reconocidas por el Gobierno de Stroessner. El acuerdo fue impulsado por el Partido Liberal Radical Auténtico, el Partido Demócrata Cristiano, el Partido Revolucionario Febrerista y el Movimiento Popular Colorado (Mopoco). Además, contaba con el apoyo de la Iglesia católica.

      La disputa se trataba de ocupar el espacio público, ese terreno que fue vedado por tanto tiempo; pero también se daba una disputa por el sentido, por proponer consignas en favor de la libertad. Mientras las autoridades stronistas sostenían «la calle es de la Policía» y utilizaban la fuerza para reprimir, los movimientos sociales organizaban manifestaciones e intervenciones pacíficas y creativas que escapaban al control de los aparatos represivos.

      La sociedad estaba pasando por un proceso de rearticulación en el que las nuevas organizaciones estudiantiles, sindicales, campesinas y de mujeres, asumieron un rol protagónico. Una de las resistencias emblemáticas de la época fue liderada por los trabajadores y trabajadoras del Hospital de Clínicas. La lucha de los médicos funcionó como un catalizador de protestas sociales basadas en el principio de «no violencia activa», en palabras de los investigadores sociales
      Benjamín Arditi y José Carlos Rodríguez.

      En el libro La sociedad a pesar del Estado. Movimientos sociales y recuperación democrática en el Paraguay (1987), ambos autores analizan las organizaciones que resurgieron en los últimos años de la dictadura. Entre ellas, destacan a los estudiantes universitarios, por haber logrado que la mayoría de su estamento asuma pública, explícita y decididamente una actitud antidictatorial; a los obreros, por erigir un movimiento sindical independiente, activo y plural; y al campesinado, por convocar y organizar a hombres y mujeres de todo el país.

      El 18 abril de 1986 organizaron la primera movilización frente al Ministerio de Hacienda, solicitando un incremento salarial. El gremio médico fue salvajemente reprimido por la policía, pero, en vez de replegarse, se fortaleció y logró convocar a más funcionarios, estudiantes de Medicina, obreros de otros sectores y hasta a los propios pacientes del hospital. Así nació el «Clinicazo», que abarcó protestas, paros laborales, huelgas de hambre y movilización de los gremios.

      Otra de las propuestas transgresoras de la época fue la Asamblea de la Civilidad. Se trataba de actos relámpago en distintos puntos de Asunción, organizados por los opositores. El 11 de julio de 1987 se realizó la primera acción. Un par de personas se reunía en algún espacio público de la ciudad, agitaban con discursos contra el régimen y antes de que llegara la policía se dispersaban.

      La dinámica buscaba burlar la represión. Los agentes policiales no lograban entender cuándo y dónde sería el próximo acto, lo que los enojaba cada vez más. Aumentaron los enfrentamientos entre agentes y la ciudadanía. Sin embargo, el miedo cambió de bando: era común ver a la policía corriendo de los y las manifestantes.

      En 1988, se organizó la última y más grande manifestación ciudadana contra el régimen: «La marcha por la vida»↱173. «El 10 de diciembre, marchemos por la vida… Participá, sin vos no cambia nada», era la invitación que convocaba al pueblo paraguayo en general. En la fecha, se conmemoraba el 40.º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Más de 30 agrupaciones sociales y políticas formaron parte de la organización de esta acción.

      Al enterarse de aquella hazaña, el Gobierno pretendió desactivar la protesta arrestando días antes a los dirigentes opositores más importantes. Varios lograron esconderse y aparecieron con más fuerza ese día. Utilizaron el mismo método que crearon para las Asambleas de la Civilidad, mostrando a la policía que no iban a retroceder. La gente se fue sumando de manera espontánea y la marcha creció tanto que ya no había forma de pararla. Se trató de una conquista ciudadana.

      El desmoronamiento de una estructura

      El régimen se estaba agrietando por todos los frentes: el esquema que había logrado construir Stroessner se estaba desmoronando, había pulseadas internas en el Partido Colorado y en las Fuerzas Armadas por quién sería el sucesor; y en el contexto internacional, empezaban a florecer las democracias, las ideas de libertad, y se reforzaban las defensas por los derechos humanos.

      El fin de la Guerra Fría también influyó en la caída del stronismo. En Estados Unidos, el Gobierno del presidente Jimmy Carter asumió una postura en contra de las dictaduras latinoamericanas y en defensa de los derechos humanos. En consonancia, el embajador en nuestro país, Robert White, también desarrolló una labor crítica hacia las violaciones de derechos humanos. En su periodo como diplomático, apoyó a grupos y partidos de la oposición.

      Un poco después, Ronald Reagan, quien asumió la presidencia del país norteamericano en 1981, no revirtió la política de la administración Carter con relación al Paraguay, y su embajador Clyde Taylor prosiguió impulsando a grupos y actividades antidictatoriales en Asunción.

      En América Latina, los regímenes totalitarios se acabaron. En Argentina, colapsó la Junta Militar y en Brasil estaba iniciando el proceso de democratización. Ambas naciones decidieron distanciarse políticamente de la dictadura que daba sus últimos respiros en Paraguay y generaron una especie de cerco a su alrededor, aislando al régimen de Stroessner.

      El Partido Colorado y las Fuerzas Armadas fueron los pilares fundamentales que sostuvieron el Gobierno de Stroessner por 35 años, conformando una «unidad granítica»↱24; por lo que, cuando uno de ellos empezó a tambalearse, todo el sistema se debilitó. En la ANR estalló la lucha por la continuidad del poder: por un lado, los «tradicionalistas», que pedían mayor autonomía política, y, por otro, los «militantes stronistas», que buscaban perpetuar la subordinación del partido a la familia Stroessner.

      El dictador deseaba que su hijo lo sucediera, por lo que a través de una reestructuración de las Fuerzas Armadas incorporó a personas de su confianza en puestos estratégicos, incluyendo a su heredero. Pero los jefes militares tradicionalistas ya no respondían a sus planes y, como respuesta, el Gobierno recibió un golpe de Estado el 3 de febrero de 1989. Stroessner fue derrocado y en prisión se vio forzado a firmar su renuncia. Obtuvo asilo político en Brasil hasta el día de su muerte.

      1989 Carter colapso Junta Militar



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ARTÍCULOS

  • El vientre de la dictadura
  • El esqueleto de la perversión
  • Los tentáculos del terror
  • La ley de la trampa
  • Militar, policía, pyrague
  • En contra de la impunidad
  • La dignidad del viento
  • El peligro de ser una mujer desobediente
  • Enemigos desde el vientre
  • Cazadores de niñas
  • Ellas también gritaron
  • ¿Puede el paraguayo ser un 108?
  • Un puñado de tierra en la memoria
  • ¿Dónde caben las comunidades indígenas?
  • El sueño de una educación emancipadora
  • La desigualdad como método de control social
  • El robo del siglo
  • ¿Se puede construir un futuro con el alma perturbada?
  • La familia «disfuncional» paraguaya
  • Fragmentos de una historia en llamas
  • El principio del fin

DATOS

  • Sitios de la represión
  • Las dictaduras del cono sur
  • Periodización de la dictadura
  • La lucha armada contra la dictadura
  • Los 450 represores identificados por la CVJ
  • Las víctimas en cifras
  • 20 técnicas de tortura aplicadas por la dictadura
  • El saqueo del tamaño de un país
  • Crímenes masivos
  • No pudieron detener la primavera
  • 12.500 días de resistencia civil contra la dictadura

LUGARES

  • La técnica
  • Departamento de investigaciones de la policía
  • Comisaría Tercera
  • Policlínico policial
  • Emboscada
  • Abrán Cué
  • Guardia de Seguridad

COMICS

  • La huelga general de 1958
  • Operativo Condor
  • Kurusu cadete
  • Resistir al tirano
  • Cortar la raíz
  • La política del destierro
  • Historia de un genocidio
  • ​​En busca de la Tierra Sin Mal
  • La Masacre de Caaguazú
  • Cuando la gente perdió el miedo

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