Militar, policía, pyrague

Para asegurar el dominio casi total de la sociedad paraguaya por décadas, la dictadura edificó un aparato represivo que hizo del terrorismo de Estado una práctica permanente.

La dictadura no creó una fuerza operativa exclusiva ni clandestina para la represión. Fueron las fuerzas y los organismos previstos por el Estado para la seguridad y el orden públicos quienes se encargaron del «trabajo sucio». Los represores actuaron a cara descubierta, cumpliendo al mismo tiempo funciones disuasivas, represivas y aleccionadoras. Llegaron a exponer públicamente a personas torturadas o ejecutadas, para aumentar el terror.

La estructura logística y operativa de la represión estaba eficazmente coordinada por las distintas unidades militares y policiales en todo el territorio nacional, según las zonas que los casos requerían.

Existía una cadena de mando centralizada y vertical, asociada al aparato burocrático del Estado, desde la cúspide del comando estratégico hasta la base de la pirámide: el agente policial, el soldado, el miliciano colorado y el informante encubierto o pyrague.

Las acciones represivas, en su gran mayoría, estaban planificadas con antelación. A su vez, revelaban la existencia de metodologías, patrones de conducta y modus operandi ordenados y cumplidos de manera sistemática.

Las acciones del aparato represivo se echaban a andar cada vez que fuera necesario y fueron creciendo en cantidad de acciones y sofisticación. Conllevaron un trabajo constante y continuo que dejó huellas profundas de dolor en miles de personas y familias paraguayas.

Pirámide represiva

Tres servicios de inteligencia trabajaron de modo coordinado: el G-2 o G II de las Fuerzas Armadas, el Departamento de Investigaciones de la Policía y La Técnica.

Alineada desde el primer momento a Estados Unidos y a su Doctrina de Seguridad Nacional, la dictadura recibió asesoramiento norteamericano en materia de contrainsurgencia, que derivó en la creación de la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos (DNTA), dependiente del Ministerio del Interior. En un primer periodo, La Técnica ofició como centro de inteligencia para la represión interna.

La represión a la población civil estuvo principalmente a cargo de la Policía, que ya venía ejerciendo este rol desde Gobiernos colorados anteriores a Stroessner. En 1968, Pastor Coronel asumió la jefatura de la Policía de Investigaciones que pasó a convertirse en la principal fuerza de violencia coercitiva del régimen. Pero, tanto Coronel como el Departamento de Investigaciones, perdieron protagonismo después de que una célula guerrillera internacional atentara contra el exdictador nicaragüense Anastasio Somoza en 1980.

Entre 1976 y 1980, el Ejército asumió un rol central en la seguridad interna, tanto en el plano estratégico como operacional. En esta época fue más intensa la actividad del G-2, encargado de la inteligencia y la contrainteligencia militar, y coincide también con el epicentro del Operativo Cóndor. En este periodo, tres generales asumieron protagonismo: Benito Guanes Serrano, jefe de Inteligencia Militar, Alejandro Fretes Dávalos, del II Departamento de Inteligencia, y Gerardo Johansen, del Comando de Institutos Militares.

En la década del 80 hubo un repliegue en cuanto a operaciones directas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas. Estas fueron cumplidas, en cambio, por la Policía junto con los pyrague, quienes, en colaboración con el Grupo de Acción Anticomunista (GAA), actuaron como fuerza de choque contra las manifestaciones de ciudadanos y ciudadanas que se dieron con mayor intensidad en esa década.

Miliciano, garrotero y pyrague

Las instituciones policial y militar no lo hubieran logrado solas sin contar con el apoyo de una estructura de masas que colaboró con la represión a una escala total. Los trabajos de inteligencia, contrainteligencia y de operaciones eran realizados por militares y policías. Pero estos contaban con una red de informantes. Asimismo, una vez en el terreno, las operaciones represivas tenían el apoyo logístico y operativo de civiles del Partido Colorado, que actuaban como milicianos, baqueanos y entregadores.

La figura del pyrague fue central para construir un extenso sistema de control social y político que involucró al propio tejido social. El pyrague era reclutado de las filas del partido, a veces era integrado a la Policía. Actuaba encubierto y estaba infiltrado profundamente en el cuerpo social. Cualquiera podría serlo: la despensera, la vecina, el taxista, el trabajador o la empleada, el diariero, todos eran posibles delatores.

La cultura de la delación promovida por la dictadura indujo a la exageración para obtener los beneficios y réditos políticos o económicos prometidos, lo que inundó de pistas falsas e inútiles al propio aparato y habilitó el camino para la persecución de inocentes.

Esta cultura destruyó el tejido social solidario de las comunidades, donde las relaciones de vecindad, el apoyo mutuo o el valor de la vida en común eran fundamentales. La influencia de esta cultura destruyó la confianza dentro de las organizaciones, entre vecinos y de los parientes entre sí.

Cada funcionario público era una pieza del engranaje represivo. Hasta las embajadas paraguayas en otros países, lejos de cumplir sus funciones consulares, se dedicaban a espiar e informar sobre las actividades de la población paraguaya en el exilio.

El objetivo principal del aparato represivo fue ejercer violencia contra la población para eliminar la disidencia política y generar conformidad con el régimen. Se buscaba limitar al máximo la posibilidad de que la población se convirtiera en ciudadanía con capacidad de pensamiento crítico propio y, de este modo, se organizara para resistir.

¿Qué voz, qué filo, qué violencia henchida
te alojó en la tormenta desatada
y te puso en la frente esa ancha herida
por donde sale a arder tu llamarada?

Francisco Pérez-Maricevich