El robo del siglo

Cuando los dictadores dicen defender la propiedad privada, no están hablando de proteger tu autito o de que nadie te arrebate tus pertenencias. Están hablando del privilegio de apoderarse de los bienes comunes.

Es cierto que las dictaduras se sostienen porque ahogan en sangre a la resistencia. Pero también es cierto que necesitan construir redes de colaboradores y simpatizantes que las sostengan. Infelizmente, la historia nos enseña que ningún genocidio ha fracasado por falta de voluntarios que se ofrezcan para matar al vecino o delatar al hermano.

Esta colaboración, sin embargo, nunca es desinteresada. Para ello, las dictaduras se apoderan del patrimonio colectivo, para distribuirlo entre sus leales, ya sea el dinero público, la tierra, los recursos naturales o los fondos jubilatorios.

La dictadura paraguaya no fue una excepción. Para asegurarse la lealtad de un estrecho círculo de jerarcas, colaboradores, sostenes políticos y económicos, el régimen se valió de lo que tal vez sea uno de sus más notorios legados: la corrupción institucionalizada.

Se repartían prebendas y beneficios ilegales, se permitía la evasión y el contrabando, la sobrefacturación de las obras públicas y el planillerismo, el tráfico de drogas y de armas, entre otras prácticas conocidas. Con los bolsillos llenos y con negocios ilegales viento en popa, a los militares y a los colorados se les olvidaban las ganas de conspirar.

Esta fue una de las claves de la eterna duración del régimen. La corrupción fue «el precio de la paz». Los colorados se ufanaban de su «unidad granítica» porque la complicidad en el delito es la única que une. La CVJ investigó una de las piezas más emblemáticas de este esquema: la adjudicación de tierras malhabidas.

Anastasio Somoza fue uno de los más sangrientos y crueles dictadores latinoamericanos. Se refugió en Paraguay, bajo la protección de Stroessner, luego de que el pueblo de su país —Nicaragua— lo echara del poder tras una violenta revolución en 1979. El general Alcibíades Brítez Borges fue uno de los jefes de la Policía de la dictadura, un criminal paraguayo de lesa humanidad que murió en la impunidad como tantos otros. Mario Abdo Benítez fue el secretario privado del dictador, un personaje siniestro que manejaba la agenda política y por cuyas manos pasaban las órdenes de represión. Blas N. Riquelme hizo fortuna gracias a una red de clientes entre los altos funcionarios del régimen que brindaron protección a sus innumerables empresas. Escaló posiciones en la dirigencia del Partido Colorado y llegó a ser diputado. Humberto Domínguez Dibb fue un empresario de negocios turbios, dirigente deportivo del fútbol local y yerno del dictador. Fahd Jamil es un notorio narcotraficante brasileño de la frontera seca, sindicado como autor moral del asesinato del periodista Santiago Leguizamón.

El común denominador de todos estos personajes fue que recibieron, en premio por su colaboración con el régimen, grandes extensiones de tierras públicas que debían haber sido destinadas a familias campesinas en el marco de la reforma agraria.

Las tierras malhabidas

En 1963 se promulgó el Estatuto Agrario, régimen que permitió la distribución de más de doce millones de hectáreas de tierras fiscales, la mitad de las tierras cultivables del país. De estas tierras, un total de 7 851 295 hectáreas fueron adjudicadas a 3336 adjudicatarios que no reunían los requisitos para ser beneficiarios de la reforma agraria, entre otras graves irregularidades a la legislación agraria. Es decir, son adjudicaciones nulas.

Esta distribución fraudulenta de tierras públicas fortaleció las redes clientelares del Partido Colorado, beneficiando con grandes propiedades fiscales a sus líderes, ministros del Poder Ejecutivo, altos funcionarios de gobierno, militares y policías en servicio activo, senadores y diputados, políticos, latifundistas. De igual modo, se adjudicaron extensas propiedades a empresarios e industriales no dedicados a la agricultura ni a la ganadería y que no residían en los lotes. La CVJ investigó el otorgamiento de tierras públicas en fuentes documentales primarias y secundarias y nos legó una valiosa base de datos que permite el seguimiento de los casos y su recuperación.

La pequeña minoría de favorecidos por la dictadura y sus allegados recibió el 64,2 % de las tierras adjudicadas (equivalentes al 19,3 % del territorio nacional y al 32,7 % de las tierras arables), en su mayor parte, grandes propiedades ganaderas en el Chaco. En el otro extremo, el 97,5 % del total de beneficiarios, familias campesinas pobres, recibieron un sobrante de 165 000 hectáreas.

La desproporcionada relación entre los beneficiarios de la mal llamada «reforma agraria» de la dictadura llevó a nuestro país a ser
uno de los más injustos del mundo.

«Paraguay presenta la distribución de la tierra más desigual del mundo, con una pequeña élite latifundista e importante participación de propietarios extranjeros que concentran casi toda la superficie agrícola y ganadera, mientras que la inmensa mayoría de familias campesinas e indígenas carecen de tierra suficiente para subsistir».Guereña, A. y Rojas, L. (2016). Yvy jára. Los dueños de la tierra en Paraguay. Oxfam.

El dictador cayó en 1989, pero la élite política que sostuvo la dictadura y se benefició de ella continuó en el poder con sus mismas prácticas y métodos. No se han recuperado las tierras malhabidas. Los desalojos forzosos de comunidades campesinas e indígenas para adueñarse de sus territorios son una realidad constante y actual. Las ejecuciones y desapariciones forzadas de dirigentes y militantes de organizaciones campesinas que luchan por la reforma agraria es una práctica que continuó en la posdictadura, dejando en evidencia que el asesinato por motivos políticos sigue siendo un recurso válido en el quehacer público.

La mecánica de las tierras malhabidas aseguró a la élite latifundista su hegemonía y el control del Estado. Lo que ayer hizo la dictadura para comprar lealtades y sostenerse en el poder condicionó el futuro de la sociedad paraguaya, condenada al atraso social y económico.