La familia «disfuncional» paraguaya

La paz era un privilegio solo para las familias amigas del dictador. Las demás familias, las opositoras, las alternativas, las comunitarias, sufrieron la represión del régimen y sobrevivieron como pudieron, fragmentadas, en la distancia, en silencio.

Dos de cada tres víctimas de la dictadura señalaron haber sufrido impactos familiares en sus testimonios ante la Comisión de Verdad y Justicia. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y las detenciones arbitrarias fueron las violaciones que mayor desestructuración familiar provocaron.

Para el Gobierno de Stroessner había
solo un tipo de familia

La defensa de «la familia tradicional» es una de las banderas en el discurso de grupos fundamentalistas y de derechas. Muchos de ellos, presentes en instituciones del Estado. El propio Mario Abdo Benítez, hijo del exsecretario de Stroessner, en su mandato como presidente, expresó que una de sus promesas era «la defensa de la familia como fundamento de la sociedad». La política se repite, dejando al descubierto la doble moral del sistema: solo las familias que cumplen con los requisitos impuestos son las que merecen ser defendidas.

que podía salvarse de la represión: la tradicional y servil a sus intereses. Las demás familias eran susceptibles de sufrir violencias, persecuciones, señalamientos y exclusiones, principalmente las que eran consideradas opositoras. La violencia estatal empezó a instalarse dentro de los hogares, generando grietas y diferencias significativas.

Nadie quería tener ningún parentesco con un enemigo del régimen, por miedo a ser perseguidos también. Quienes eran identificados por las fuerzas públicas se encontraban constantemente en la mira. Podían ser detenidos una o varias veces. Y cualquier persona cercana corría el riesgo de ser también sospechosa.

El 18,2 % de las víctimas expresó que una de las principales consecuencias que alteró su vida familiar, sus posibilidades de desarrollo e integración social, fue la estigmatización por haber sido perseguida. Tanto las víctimas directas como sus familiares cargaban con la marca de ser subversivos, comunistas o contreras.

El estigma con que tenían que vivir las personas que eran tachadas de comunistas se traducía en marginación social, falta de oportunidades laborales y académicas, hasta migración forzada y el exilio. Incluso niñas y niños sufrieron discriminación por ser «hijos de». El ser comunista era algo que podía «contagiarse».

Víctimas como Eladia Chamorro de Bareiro decidieron ocultar a sus hijos que su marido estaba preso. Cuando pasaban frente a la comisaría donde se encontraba recluida su pareja, la más pequeña señalaba: «esta es la casa de papá». A pesar de los intentos por proteger a sus hijos, los rumores llegaron a ellos. En la escuela y en el barrio empezaron a tratarlos de manera distinta a consecuencia de la persecución a su padre.

Cuando Albino Gómez, una de las víctimas de la represión, estuvo preso, ningún pariente suyo fue a visitarlo. Al ser liberado, le preguntó a uno de sus sobrinos por qué nunca lo hicieron, a lo que este le respondió: «¿cómo íbamos a ir si vos estabas acusado de comunista?». Albino perdió la confianza en sus allegados y por mucho tiempo estuvo enojado.

Para las familias no era una situación fácil, vivían un dilema. Si denunciaban o mostraban solidaridad hacia sus parientes, podían sufrir también la represión. A través del terror, el régimen fragmentó a las familias y las sumió en la desconfianza. Logró enemistar a seres queridos, compañeros y vecinos o vecinas, direccionando la lealtad a su disposición, en algunos casos volviendo serviles a los familiares y, en otros, generando pactos de silencio.

Reorganizar la casa

Las mujeres, en su rol de madres, abuelas e hijas mayores, asumieron la tarea de
reorganizar sus hogares.

Históricamente las mujeres han ocupado el lugar de «reconstructoras». Un mito que se creó después de la Guerra Grande. En su libro Voces de la mujer en la historia Paraguaya, la historiadora Ana Barreto explica que la «reconstructora» ha sido idealizada, lo que termina por invisibilizar y negar las relaciones de género en las que se enmarcan los procesos considerados como de «reconstrucción». El trabajo doméstico realizado por las mujeres, que se multiplica en estos casos, solo es valorado como tal cuando las feministas así lo señalan.

Mientras sus maridos, hijos o hermanos estaban presos, desaparecidos o incluso condenados a muerte, ellas tuvieron que hacerle frente a las responsabilidades de sobrellevar el cuidado, la contención emocional y el sostén económico de sus familias.

El hecho de tener que asumir el rol de madre y padre a la vez generó condiciones de estrés y agotamiento en las mujeres. Ellas dejaron de lado sus proyectos personales y posibilidades de desarrollo para mantener a su núcleo familiar. Además, tuvieron que convivir con la tristeza y el trauma de atravesar la ausencia de su compañero, impuesta de manera violenta e injusta.

La foto familiar iba perdiendo cada vez más miembros: la presión y el ambiente represivo era tal que hubo mujeres que experimentaron abortos espontáneos y la pérdida de sus hijos pequeños. En otros contextos, en los que las víctimas regresaban a sus hogares, también se dio que se generaron conflictos en la pareja. El sistema de control era tan eficiente, que hasta dormía en la cama de las víctimas.

Niños, niñas y adolescentes quedaron sin la posibilidad de estudiar, ya sea por el hecho de que saquearon sus escuelas, los marginaron y no les permitían el ingreso o tenían que ocupar otros roles en sus casas. Así, además, se truncaba el futuro de diferentes generaciones, condenando no solo a familias de esa época, sino también a las venideras.

Lejos de todo

Muchas familias sobrevivientes se vieron forzadas a la migración interna en algunos casos, y, en otros, al exilio. Huir del terror se constituía en la mejor opción, a pesar de todo lo que esa salida conllevaba.

«Nos separamos todos, de parte de mi familia y de mi marido», expresó Benigna Núñez de López. A los familiares de él, los torturaron y mataron a todos. Por compasión, una vecina le dijo que mejor se vaya, porque ya habían asesinado a todo su núcleo familiar.

Recomenzar en un entorno ajeno, sin herramientas ni apoyo, dificultó mucho las posibilidades de las víctimas. El futuro se tiñó de pobreza: sin acceso a trabajo, educación, estabilidad, etcétera. Este escenario le tocó vivir principalmente a familias de origen rural, cuyas propiedades, tierra o ganado, fueron destruidas o saqueadas por fuerzas militares o policiales y colaboradores del régimen.

En palabras de Aida Lezcano de Acosta, víctima, «migrar a un país ajeno, con un idioma y unas costumbres distintas generó mucho sufrimiento». Ella y sus familiares, que en ese entonces eran cinco, vivían en su propio mundito para protegerse.

En el caso de familias que ya venían de una dinámica comunitaria, de alguna manera lograron fortalecer sus vínculos internos para sobrevivir. Las familias se apoyaban entre sí para hacer frente al peligro, al miedo y a la hostilidad que los envolvía.

En contra de todos los objetivos por destruir los lazos comunitarios, muchas familias demostraron que la única manera de derrotar a un sistema lleno de odio, violento y macabro, era a través del amor.