La dignidad del viento

La tortura en Paraguay fue una forma de gobierno y de establecimiento del orden, una manera de expresar el poder del Estado y de obtener subordinación de la población. La dictadura necesitó de esa violencia para sostenerse 35 años en el poder.

Carmen Soler lo describió con su vivencia aglutinadora en su poema Entre los cerrados muros: unos minutos antes, uno podía estar caminando, cumpliendo sus tareas, llevando el aire azul contra la cara, y luego, una ráfaga gélida y los torturadores con sus golpes y sus armas querían cerrar la puerta de hierro y así llevarse la luz, pretendiendo con eso borrar la dignidad del viento.

Cuando una persona caía, empezaba una desesperada carrera por ganar tiempo, una desigual batalla entre los verdugos y la solitaria víctima: ¡ganar la gran batalla del silencio!

¡Qué arma poderosa tu silencio!
Con tu silencio afuera siguen trabajando
y tú con ellos prosigues la tarea.
Tu dignidad vuelve a vestirte como un traje;
Termina la vergüenza de haber sentido miedo.
Y te miras de nuevo.
Y te levantas la frente.

Como lo hizo Idalina Gaona, militante del Partido Comunista Paraguayo (PCP), apresada en la década del 60 y torturada a más no poder. Sus captores querían que delatara a sus compañeros y le ofrecían respiro a cambio de nombres. Idalina, en vez, les dio escupitajos y maldiciones, y les mostró su victoria inquebrantable:

Los torturadores
brutales con su miedo,
¡totalmente impotentes!

¡Qué fuerza tan tremenda
nuestra fuerza!

Y así es como descubres
esa hermosa manera de revivir allí,
en el calabozo.

Tus compañeros siguen trabajando.
Tú estás realizando tu tarea.

La prisión política y la tortura fueron el engranaje esencial de la dictadura. Se torturaba para obtener información, pero, sobre todo, como lo dijo Celsa Ramírez↱87, con la tortura se buscaba «quebrar a la gente» para doblegar la resistencia.

Abundan casos que rayan el absurdo. Como el de Gustavo Flores Rojas, detenido en 1987 en Acahay. Le apuntaron con un fusil, le pegaron en la nuca y la cabeza y le dijeron que eso le pasaba porque era comunista. Gustavo, sin embargo, participaba con orgullo de una organización del Partido Liberal, al que pertenecía.

José Ibarrola, de las Ligas Agrarias Cristianas, detenido en 1976, fue más lejos y cuestionó a su torturador: «¿Por qué ustedes no nos cuentan un poco qué quiere decir ser “comunista”?, porque nosotros no sabemos y no podemos defendernos». La respuesta que recibió fueron más golpes en el oído, en la cara y un rodillazo en la zona del pulmón. «Te vas a ir a pensar bien y después vas a venir a contarme», le dijo su torturador. José retornó a duras penas a su calabozo. Al día siguiente lo llevaron de nuevo y repitieron el procedimiento.

El régimen buscaba romper la resistencia física y psíquica de la víctima, atacar su identidad, su integridad física y su estructura psíquica; así también, sus valores, su ética, su moral, sus principios y su dignidad. El objetivo era eliminar de la escena política, social y cultural a los adversarios y a los cimientos con los cuales cada individuo iba construyendo su personalidad, tanto individual como política y social.
Se trataba de destruir a las personas diferentes, cualquier germen de lo colectivo que augurara una nueva sociedad.

Práctica sistemática

Una de cada 63 personas adultas que vivieron durante la dictadura fue presa política, y una de cada 67 fue torturada. Casi la totalidad de las personas detenidas sufrió algún tipo de tortura. Empezando por la aparatosidad desplegada en los apresamientos y detenciones.

Los maltratos y la violencia continuaban en los lugares de reclusión. La gran mayoría de las personas detenidas fueron encerradas en condiciones de extrema insalubridad y hacinamiento. Vivían y dormían sobre el suelo, disponiendo muchas veces del solo espacio de unas baldosas para poder hacerlo, con lo cual no podían siquiera moverse, turnándose para poder dormir acostados.

Otra práctica común que sufrieron las personas detenidas fue el aislamiento individual extremo. En estos casos, se buscaba la despersonalización de las y los prisioneros, para que pierdan la conciencia de sí mismos, condición que los dejaba totalmente en manos de su victimario. Como contó Ananías Maidana, uno de los presos más antiguos: «El único momento que hablábamos era cuando pasaban la lista, para decir: firme o estamos». O, según testimonio de Severo Acosta, su compañero de calabozo en La Tercera: «Recibí visitas once años después de haber sido detenido».

Pero lo terrible no terminaba en los golpes ni en las amenazas ni en las persecuciones. La tortura, para muchos sobrevivientes, supuso una vivencia permanente de terror: de volver a recordar y vivir esa experiencia traumática y dolorosa; sobre todo, de volver a ser detenido y pasar nuevamente por aquello. Esto condicionó la vida de las víctimas y, en muchos casos, las secuelas perduran hasta la actualidad.

Hubo diferentes formas de sobreponerse y sobrevivir a la tortura y las vejaciones. Pero todas demostraron la cobardía y la impotencia del torturador, quien, a pesar de impregnarle fuerza a sus puños y odio a su mirada, no logró romper la dignidad ni del viento, ni de la luz, ni de las mujeres, ni de los hombres que resistieron como semillas entre muros de hierro.

Una semilla más está plantada
y siguen flameando las banderas.

«El objetivo de la tortura no es solamente que les confieses o les confirmes tus datos,
es quebrar a la gente.»

Celsa Ramírez Rodas, Asunción, 1975