Cazadores de niñas
La historia de Julia Osorio es una de las pocas que salió a luz para denunciar las circunstancias de esclavitud sexual en las que vivieron niñas y niños durante el régimen stronista. Julia se armó de coraje para desenterrar su pasado, porque, a pesar del dolor, considera que la juventud tiene que saber lo que pasó durante la dictadura.
«Cuando cumplí quince años, me dijo que ya no era de agrado y me largó cerca de mi casa donde vivía mi familia», así terminaba el cautiverio de Julia Ozorio, una de las niñas secuestradas durante dos años para ser esclavizada con fines sexuales por coroneles, soldaditos y el propio Alfredo Stroessner.
Julia nunca entendió el porqué. Ella no sabía de ideologías, de regímenes o resistencias. Vivía en Nueva Italia junto a su familia, quienes se dedicaban a las labores del campo.
«a esta nena más chica me la voy a llevar y usted no va a hacer nada».
Existían, al menos, cinco lugares que fueron escenario de las fiestas sexuales de Stroessner y sus jerarcas: la quinta de Miers, en Laurelty; la casa de Popol Perrier en Sajonia y una quinta, también de Popol, en Itá Enramada; la Villa Popol, en Caacupé, y la quinta del coronel Feliciano Manito Duarte, en Cabañas, Caacupé. Boccia, F. y Colmán, A. (5 de junio de 2016).
Un tour por los cinco lugares donde se consumó la pedofilia dictatorial. Última Hora.
El coronel Miers la llevó a su fábrica clandestina, en Laurelty (San Lorenzo), que era uno de los cinco sitios donde se consumaban los actos de pedofilia y esclavitud sexual en contra de las niñas. Porque Julia no era la única menor de edad que se encontraba ahí. Estos lugares se constituían en verdaderos harenes de los altos jefes.
«Me sentía como un animalito. Yo intenté escaparme una vez, y me dijo: ‘pulguita, no intentes escapar porque este lugar no tiene salida’». Miers empezó a llamarla pulguita, por su tamaño. El trato que empezaron a darle ahí era deshumanizante.
En Laurelty había cuatro dormitorios, que en realidad funcionaban como celdas para las niñas. El coronel Miers visitaba esa finca dos veces por mes. En varias ocasiones, llevaba a Julia a otros sitios donde los soldados se juntaban a hacer juergas y orgías.
«No podía escapar nadie de acá, porque estaba custodiado completamente por soldados. Y Miers tenía otros lugares en Barrio Obrero. Una señora le juntaba a nenas de todas partes para traerle».
Recuerda que la desnudaban y la hacían caminar entre los militares. Miers buscaba probar la masculinidad de sus reclutas. Los incitaba a que la toquen y comprueben por ellos mismos que la niña «ya era una mujer».
«… me ponía pistola sobre mis sienes y me decía: ‘no soporto a las nenas lloronas’, porque lloré tanto porque me dolió todo lo que me hizo, y después me dice el coronel ‘ni el llanto de mi madre me conmueve y menos el llanto de una pulguita como vos’».
Según Julia, en Nueva Italia se sabía que el coronel Miers se dedicaba a buscar niñas vírgenes. Pero no era el único, existía una red que se dedicaba a lo mismo. Eran cazadores de niñas. A cambio, obtenían alguna paga o les hacían figurar como funcionarios públicos para cobrar después, formando parte del sistema clientelar del Estado.
Ante esa realidad, las familias no podían hacer mucho. La mayoría de ellas estaba bajo amenaza constante. Para Julia representó una grieta muy grande el hecho de no saber nada de su familia durante ese tiempo. La obligaron a vivir en un régimen de incomunicación y condiciones de vida militarizadas. No pudo estudiar, ni tener relaciones sociales, ni amigas, y perdió todo contacto con su familia.
Las niñas que se encontraban en esa situación, además, eran forzadas a realizar tareas domésticas dentro del lugar de reclusión. Ellas tuvieron que asumir roles de personas adultas, aprender a cuidarse solas, a guardarse sus miedos y convivir con sus agresores. Sobrevivían en un escenario de servidumbre, sometimiento y esclavitud sexual.
El 36,7 % de los niños, niñas y adolescentes que sufrieron violencia sexual fueron violadas sexualmente, de los cuales el 72,2 % fueron niñas y adolescentes mujeres. La mayoría de esas niñas fue violada por un agresor y en algunos casos por varias personas, todas ellas agentes del Estado.
Para el coronel Miers, Julia era de su propiedad. La sacaba de su reclusión para exhibirla en eventos sociales, como inauguraciones oficiales, paradas militares o reuniones de alto nivel del régimen, incluso llegó a participar en actividades en donde se encontraba el propio Alfredo Stroessner.
«Me vas a acompañar, no tenés nada que opinar acá porque o si no voy a matar a toda tu familia», la amenazaba Miers. Vestida de para para’i, Julia llegó a acompañarlo a Curuguaty, Concepción, Cerro Corá y a Puerto Presidente Stroessner. Detalla que una sola vez llegó a comprarle ropa, porque iba a presentarle al dictador.
El relato de Julia Ozorio fue corroborado por el general Marino González, quien en esa época se desempeñaba como capitán y estuvo presente en la fábrica de Laurelty, donde pudo conocer a la niña y las circunstancias indignas en las cuales se encontraba. González intentó gestionar alguna salida para ella informando a su superior, el general Andrés Rodríguez, sobre la situación que había visto. La respuesta que recibió fue: «son órdenes de Stroessner. Es una costumbre suya».
«Entre cuatro paredes con mi tristeza»
A Julia la soltaron cuando cumplió quince años. Ya era «mayor» para los abusadores. Después de tanto tiempo encerrada, de abandono y atropellos a su integridad física y mental, volver ya no se constituía en una salida real. Perdió la confianza en su familia, en su hogar, en su país.
«Yo me siento durante treinta y un poco de años entre cuatro paredes con mi tristeza, eso ya nadie me va a devolver más, me sentía anulada, no podía contar por qué me fui de esta tierra y de mucha gente», explica.
No fue fácil rehacer su vida, sentía que ya no le pertenecía. Más aún porque Julia quedó embarazada, fruto de una violación. Afrontar esa situación implicó muchos dilemas y contradicciones para ella. En un primer momento, sentimientos de rechazo y negación, hasta que de a poco fue acercándose a su hijo, a quien finalmente terminó aceptando, abrazando, y hoy es su principal compañero.
La historia de Julia no difiere mucho de la realidad de las 650 niñas, entre los diez y catorce años, que, según datos del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia (2020), son obligadas a parir en la actualidad en nuestro país. Quizás la práctica de secuestrar niñas por parte de agentes del Estado parezca distante, pero ha persistido el contexto de abandono y la violencia sistemática en los cuales sobreviven las infancias.
«Nuestra tierra no tiene la culpa, el suelo es mudo y tiene mi perdón, pero nunca voy a vender mi dolor, tenemos que saber sobre la dictadura, tenemos que volver a ser dueños de nuestro país.»
Julia Ozorio