La ley de la trampa
Para justificar su permanencia, la dictadura mantuvo una fachada legalista. Esto le sirvió para enmarcar a los leales, por un lado, y para desprestigiar a la resistencia, por el otro.
Antonio Maidana, Alfredo Alcorta y Julio Rojas, fueron dirigentes comunistas encarcelados tras haber apoyado la huelga general de trabajadores de 1958. Fueron remitidos a tribunales recién en 1961 y condenados a dos años de prisión, tiempo ya cumplido entre sus detenciones y las condenas, por lo que debían quedar en inmediata libertad. Sin embargo, no fueron liberados sino hasta 1977, casi veinte años después, debido a una «orden superior».
Durante la dictadura, el Estado de derecho —entendido como sistema donde la ley rige tanto para gobernados como para gobernantes— no imperó en el país, salvo como apariencia. Este aspecto es fundamental para explicar por qué el régimen fue una dictadura. Así, a través de distintas dinámicas que desplegamos a continuación, la legalidad fraudulenta cumplió una importante función dentro del régimen.
Estado de sitio permanente
Las constituciones de 1940 y 1967 facultaban al Poder Ejecutivo a declarar el estado de sitio sin ningún tipo de control. Con esta base, el Poder Ejecutivo prohibió toda reunión o manifestación de la oposición y decretó detenciones por tiempo indefinido, sin necesidad de justificación alguna, ni de poner a las personas detenidas a disposición de la justicia.
El estado de sitio era prorrogado cada tres meses y solo se levantaba momentáneamente el día de las elecciones, para volverlo a activar al día siguiente. Este mecanismo fue central para el control político de la sociedad y estuvo vigente durante prácticamente toda la dictadura. Recién en 1987 fue levantado, ante la persistente protesta de los organismos internacionales.
El estado de sitio fue el mayor instrumento jurídico de la dictadura, la base que sustentó la más frecuente de las violaciones de derechos humanos: las detenciones arbitrarias. Fue un componente institucionalizado y permanente del mecanismo del Gobierno, que le permitió ejercer poderes discrecionales absolutos, sin consideración alguna de derechos constitucionales.
Ejecutivo sin control y leyes liberticidas
El Parlamento y el Poder Judicial carecían de posibilidades reales para controlar la acción del Ejecutivo. Este hecho se constituye en otra pieza fundamental del engranaje de la legalidad fraudulenta del régimen.
El Poder Ejecutivo podía disolver por decreto al Parlamento. De hecho, en 1959 el dictador así lo hizo, porque los parlamentarios habían promovido un voto de censura contra el jefe de Policía, tras una dura represión al movimiento estudiantil que protestaba por la suba del pasaje. Los parlamentarios disidentes fueron arrestados, confinados y enviados al destierro. Nunca más el Legislativo volvió a ser independiente y su función controladora desapareció del juego político.
La Corte Suprema de Justicia también estaba subordinada al Ejecutivo, lo que arrastró consigo a todo el sistema judicial. El Poder Judicial sistemáticamente rechazó todos los habeas corpus presentados por presos políticos.
La trama judicial se completaba con dos leyes represivas: la 294 de «Defensa de la Democracia» (1955) y la 209 de «Defensa de la Paz Pública y la Libertad de las Personas» (1970) que, contrariamente a sus denominaciones, consagraron el delito de opinión política y se convirtieron en instrumentos para criminalizar a la disidencia.
Manipulación de la ley
Otra artimaña de la fachada legalista se escondía en la cuestión electoral. Aun bajo el marco de la Constitución de 1940, el presidente podía ser reelecto solo una vez, pero mediante una Ley de Sucesión Presidencial, el segundo mandato (de 1958 a 1963) fue considerado como el primer periodo, por lo que el tercero (1963/1968) —según la interpretación del régimen— correspondía recién a la reelección.
Más allá de la manipulación de la interpretación de los periodos presidenciales, lo concreto era que Stroessner ya no podía postularse para el periodo 1968/1973. Una violación flagrante de la prohibición de reelección podía acercar a disidentes colorados, opositores y cuerpo diplomático contra el régimen. Entonces, la dictadura planteó modificar la Constitución, para recomenzar el recuento de los mandatos presidenciales dentro de un nuevo marco jurídico.
En 1967 se convocó a elecciones para una Convención Nacional Constituyente. Participaron convencionales del Partido Febrerista y del Partido Liberal Radical, lo que fue presentado como una supuesta apertura democrática. Por otra parte, el Partido Comunista, el Partido Demócrata Cristiano y el Movimiento Popular Colorado (Mopoco) continuaron siendo ilegales, perseguidos y no reconocidos por el régimen. No se levantó el estado de sitio ni se decretó amnistía para exiliados o presos políticos.
De cualquier forma, no había manera de ganarle a la dictadura. La ley electoral establecía un sistema de representación de «mayoría prima». Este sistema consistía en asegurar dos tercios de las bancas al partido mayoritario (que siempre era el Partido Colorado-ANR). Asimismo, la ley electoral no permitía las alianzas electorales, no daba garantías a las campañas y otorgaba el control de la autoridad electoral al partido mayoritario: los colorados manejaban los padrones, la votación y el escrutinio.
En las últimas sesiones de la Convención, la «aplanadora colorada» aprobó un artículo que permitía la reelección por un periodo y otro que señalaba que los periodos anteriores no serían tenidos en cuenta. Con la vía libre, el dictador fue «reelecto» como candidato oficialista en los periodos 1968/1973 y 1973/1978.
Cumplidos sus dos periodos, otra enmienda constitucional fue aprobada en 1977 por una nueva constituyente que duró quince días, integrada exclusivamente por representantes colorados. Esta modificó un solo artículo, que autorizó la reelección presidencial indefinida. Había stronismo aún para rato.
La ley del mbarete
Un informe de la Liga Internacional de los Derechos Humanos (LIDH) del año 1981 caracterizaba a la administración de la justicia stronista por la «negación del imperio del derecho» y que coexistían de manera simultánea «dos sistemas de normas imperativas». El primero, integrado por la Constitución, los códigos, las leyes y las normas y los reglamentos que constituyen el régimen legal del país a nivel oficial, mientras que el segundo sistema era un código de normas no escritas que determinaba rangos e influencias dentro de una jerarquía del poder. Este último era conocido como «ley del mbarete» (ley del más fuerte), lo que en la práctica era superior a cualquier norma del derecho positivo, es decir: la verdadera ley.
Esto generaba un sentido de inmunidad e impunidad para la Policía y cualquier agente del sistema judicial, fiscales o jueces. «No hay funcionario policial que tema un castigo por haber asesinado, torturado o violado algún derecho fundamental, ni fiscal ni juez que experimente la menor sensación de inseguridad por haber subvertido la ley».
Esta lógica stronista de aparentar legalidad para justificar abusos de poder caló hondo en nuestra sociedad, al igual que la utilización perversa del Poder Judicial por parte de sectores fácticos, políticos o económicos. Revertir estas prácticas, que siguen vigentes, es una de las materias pendientes más importantes de nuestra democracia.
«No hay funcionario policial que tema un castigo por
haber asesinado, torturado o violado algún derecho fundamental, ni fiscal ni juez que experimente la menor sensación de inseguridad por haber subvertido la ley.»
LIDH, 1981