¿Se puede construir un futuro con el alma perturbada?

Más de 20 000 personas fueron víctimas directas de la represión. Las secuelas se extienden a sus familiares, círculos cercanos y a la sociedad en su conjunto. Paraguayos y paraguayas intentan reconstruir sus vidas sobre los escombros de la violencia estatal que aún sigue impune y no cesa.

En guaraní, py’a perere en traducción libre significa interior o alma perturbada. Se utiliza para referirse a un estado de ansiedad. En un marco de lectura de los impactos de la pandemia sobre la salud mental, en el 2021, el Banco Mundial llevó a cabo una encuesta en países de América Latina y el Caribe que reveló que Paraguay ocupa el primer lugar en cuanto a la incidencia de
ansiedad, nerviosismo y preocupación

El resumen de las Encuestas de Alta Frecuencia, realizado por el Banco Mundial entre mayo y junio de 2021, muestra cómo a pesar del optimismo de los paraguayos y paraguayas, puede haber condiciones de malestar provocadas por momentos de crisis.
https://blogs.worldbank.org/es/latinamerica/salud-mental-en-paraguay-lo-que-revelan-los-datos

en la población.

Aquellas sensaciones de malestar no solo encuentran sus explicaciones en eventos recientes, sino que, por acumulación, es deducible que se remonten también a los años más violentos de la historia del Paraguay. La ansiedad, el miedo, la tristeza y la baja autoestima son las principales secuelas que persisten hasta el día de hoy en las víctimas de la dictadura.

El 90 % de las víctimas y sobrevivientes del régimen señalaron que quedaron con secuelas psicológicas. Los testimonios muestran que el daño psicológico de la represión fue todavía más generalizado que el físico. Nueve de cada diez personas mencionaron impactos psicológicos relevantes como consecuencia del trato sufrido. Como refiere Eulalio Mendoza Casco (Villarrica, 1985):

Me agarró una especie de ira, un enojo, resentimiento profundo y, a consecuencia de eso, me quedé como que no me encuentro conmigo mismo. No estoy en mí mismo, y por más que procure no me pasa, nunca llego a ser el mismo.

Las víctimas directas del régimen generalmente fueron personas estratégicamente seleccionadas: militantes de la oposición, líderes de comunidades, intelectuales, artistas, estudiantes y personalidades de la disidencia sexual, pero también resultaron ser víctimas personas sobre quienes recayeron presunciones falsas. La violencia ejercida contra los sectores campesinos e indígenas también fue planificada. Roquita Velázquez de Miranda (Asunción, 1961) dijo:

Mi cabeza parece todo el tiempo que no anda bien. Amanezco a veces entorpecida. A veces amanece y me siento deprimida, parece que nada es bueno, quiero llorar, quiero gritar. Todo eso siempre, hasta ahora.

«Algo habrán hecho para terminar así»

La dictadura contó con un aparato represivo tan completo y eficaz, que logró involucrar a toda la sociedad. Desde la punta de la pirámide, donde se encontraba el comando estratégico liderado por Alfredo Stroessner, hasta el último eslabón ocupado por los pyrague (delatores), todos trabajaban para mantener el control de la ciudadanía.

Los sistemas de control externos lograron calar en los barrios, los hogares y hasta en el inconsciente de las personas. Existía un estado de alerta permanente, en todo el país, frente a la amenaza de delación por cualquier motivo, y se extendió la sensación de desconfianza entre vecinos, vecinas, compañeros y compañeras.

La estigmatización, difundida por el Gobierno, de quienes pertenecían a movimientos de oposición a través de señalamientos como «bolche», «comunista» o «contrera», también fue motivo de aislamiento, exclusión social y discriminación. A la vez, funcionaba como justificación de la violencia y las violaciones de derechos humanos, y amparaba la impunidad de sus autores.

Quien se animara a cuestionar el funcionamiento del régimen podía terminar igual o peor que las víctimas, por lo que la respuesta generalizada de la sociedad era permanecer en silencio, mantenerse alejada de quienes eran perseguidos y seguir con su vida.

El no poder comunicar lo que uno o una estaba sintiendo o viviendo, no tener a dónde recurrir para denunciar, y el hecho de creer, de alguna manera, que se merecían aquella violencia fueron situaciones altamente dañinas para las víctimas y la ciudadanía.

Sobrevivir a la impunidad

Muchas víctimas han mostrado una capacidad importante de resiliencia y recuperación ante los hechos traumáticos vividos. Sin embargo, las secuelas de la tortura y las violaciones de derechos humanos persisten hasta la actualidad, siendo la tortura causa y punto de fractura en sus vidas.

Tal como relató Alfredo Aranda (Caacupé, 1987), y como el 61,1 % de las víctimas también indicó, el miedo es una de las sensaciones que se mantiene en su día a día y se manifiesta a través del insomnio, pesadillas y terrores nocturnos:

Lo que después había quedado era miedo de que vuelva a suceder igual o peor por el simple hecho de pensar diferente. «Si el siguiente me agarran, ya me liquidan», eso es lo que uno piensa y eso queda en el tiempo.

La enorme desconfianza hacia los agentes e instituciones del Estado, principalmente hacia la Policía y el Ejército, también es consecuencia del miedo. La brutalidad con la que actuaron los torturadores marcó para siempre la percepción de las víctimas, generando un profundo odio y rechazo al verlos. En algunos casos, hasta desarrollaron fobia hacia ellos.

Otras manifestaciones reactivas al impacto traumático fueron la falta de capacidad para controlar los impulsos, la rabia permanente, un estado de hiperalerta, desorientación, alucinaciones y pérdida del sentido de la realidad. Muchas de estas reacciones son compatibles con lo que en la psiquiatría y psicología se señala como estrés postraumático.

La mayoría de las víctimas ha lidiado en soledad con sus traumas, duelos y secuelas, lo que, a su vez, se relaciona con la tristeza y un bajo estado de ánimo. Vivir el dolor en silencio y resignarse a la impunidad, solamente han acrecentado los malestares internos.

A través del trabajo de recolección de testimonios de la Comisión de Verdad y Justicia, mujeres y adultos mayores tuvieron la oportunidad de hablar por primera vez sobre lo que vivieron. El hecho de que alguien los escuche y tome en cuenta sus relatos, también representó una forma de resignificar y nombrar lo vivido.

«Sentí que yo no servía para nada», fue una frase que se repitió en varios testimonios y da cuenta de cómo afectó esta violencia la autoestima de las víctimas. Además, está relacionado con la pérdida de oportunidades que generó la represión: acceso a educación y trabajo, a una vivienda, a la posibilidad de promocionarse o ascender socialmente. Esta condición circuló particularmente, y continúa hasta hoy, entre las personas de origen campesino.

La principal expectativa de las víctimas entrevistadas por la CVJ es el reconocimiento de los hechos sufridos y del daño infringido hacia ellas por parte del Estado. La reparación que se espera no es solamente económica, sino que está asociada también al hecho de hacer memoria, de visibilizar lo sucedido, de condenar a los culpables y aprender del dolor colectivo, para cambiar lo heredado por la dictadura y construir un futuro genuinamente diferente para el Paraguay.

Allí donde el silencio
se rompe solo a gritos
y las palabras de amor
se dicen en secreto,
alguien canta.

Carmen Soler, 1986